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sábado, 12 de julio de 2025

El día del Señor: domingo 15º del T.O. (C)

El Señor nos invita a descubrirle en el prójimo que pasa a nuestro lado. Acompaño varias reflexiones. 

Un fariseo intenta provocar a Jesús preguntándole algo difícil: cuál es el mensaje esencial de la Ley y los profetas. El Maestro le devuelve la pregunta para que responda por sí mismo. Entonces el interlocutor acierta con una frase tomada del libro del Deuteronomio: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo» (Lc 10,27).

El pasaje del Deuteronomio que cita el fariseo es parte de una escena que la Iglesia recoge en la primera lectura de la Misa de hoy. Moisés está exhortando al pueblo para que ame a Dios sobre todas las cosas. Para ello, los anima diciendo que amar así no es tan difícil como podría parecer. Su razonamiento es el siguiente: «El presente mandamiento que hoy te ordeno no es imposible para ti, ni inalcanzable. No está en los cielos para decir: “¿Quién podrá ascender por nosotros a los cielos a traerlo y hacérnoslo oír, para que lo pongamos por obra?”. Tampoco está allende los mares para decir: “¿Quién podrá cruzar por nosotros el mar a traerlo y hacérnoslo oír, para que lo pongamos por obra?”. No. El mandamiento está muy cerca de ti: está en tu boca y en tu corazón, para que lo pongas por obra» (Dt 30,11-14).

¿A qué se refiere el texto con que el mandamiento del amor está más cerca que las alturas del firmamento o que las tierras del otro lado del océano? La respuesta se intuye en la parábola del buen samaritano que está a punto de ser relatada en el Evangelio. Allí, un hombre rescata a otro y, al hacer eso, se constituye como prójimo; entonces comprendemos que el amor a Dios se concreta en el amor a quien está cerca de nosotros. Vislumbramos ese misterio de la unión entre los dos amores. Como señalaba san Josemaría: «En un acto cualquiera de fraternidad, la cabeza y el corazón no pueden distinguir en muchas ocasiones si se trata de servicio a Dios o de servicio a los hermanos: porque, en el segundo caso, lo que hacemos es servir a Dios dos veces».

¿En qué sentido decimos que amar al prójimo es un modo de amar también a Dios? Un profesor que enseña bien su materia y favorece el aprendizaje de sus estudiantes a fin de año puede recibir un doble agradecimiento: el de los niños y el de los padres. Asimismo, cuando servimos a otra persona, recibimos también la gratitud de nuestro Padre Dios. El fundamento de esta explicación, que nos prepara para una mejor comprensión de la parábola del buen samaritano, la encontramos en la segunda lectura de la Misa.

Jesucristo unió a los hombres entre sí mediante su propio sacrificio. Desde entonces, los bautizados somos hermanos en Cristo y, por tanto, hijos del mismo Padre. Esta realidad, tan misteriosa como sublime, es expresada por san Pablo en la carta que dirige a los cristianos de Colosas. Explica que Cristo es el primero, el primogénito, cabeza de la Iglesia; por medio de su sangre, él ha restablecido la paz tanto en las criaturas de la tierra como en las celestiales (cfr. Col 1,17-20). Al unirnos por medio de su sangre, Jesús transformó a los vecinos en prójimos, en hermanos que merecen nuestra compasión. Por eso san Josemaría tenía un corazón tan universal: le interesaba el bien y la salvación de todas las personas del mundo; los valoraba porque veía bullir en ellas «toda la sangre de Cristo»[2].

Todos los santos han recibido luces de Dios para comprender mejor esta verdad. Muchos impulsaron obras de apostolado, pues advirtieron que preocuparse de los demás era lo mismo que atender a Jesucristo. Se cuenta, por ejemplo, que un visitante, al recorrer una casa de caridad dirigida por una monja –dedicada a cuidar enfermos terminales abandonados–, exclamó: «Es verdaderamente admirable la labor que realizan aquí. Yo no haría esto ni por un millón de dólares». A lo que la religiosa respondió, con sencillez: «Nosotras, tampoco».



 En aquel tiempo, se levantó un maestro de la Ley, y para poner a prueba a Jesús, le preguntó: «Maestro, ¿que he de hacer para tener en herencia la vida eterna?». Él le dijo: «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo lees?». Respondió: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo». Díjole entonces: «Bien has respondido. Haz eso y vivirás». Pero él, queriendo justificarse, dijo a Jesús: «Y ¿quién es mi prójimo?». Jesús respondió: «Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, que, después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto. Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un rodeo. Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión; y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y dijo: ‘Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva’. ¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?». Él dijo: «El que practicó la misericordia con él». Díjole Jesús: «Vete y haz tú lo mismo»” (Lucas 10,25-37).

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