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domingo, 20 de marzo de 2022

El día del Señor: domingo 3º de Cuaresma (C)

En el ecuador de la Cuaresma no nos cansamos de pedir el don de la conversión.

Como suele suceder en las conversaciones familiares o de un grupo de amigos, también Jesús y sus discípulos comentaban las noticias de actualidad. 

En este pasaje del evangelio se mencionan dos sucesos que habían conmocionado a todos los habitantes de Jerusalén: la represión indiscriminada por las tropas de Pilatos de un conato de revuelta, que terminó con la muerte brutal de unos galileos que habían ido al templo para ofrecer sus sacrificios al Señor, y la terrible desgracia que supuso el desplome repentino de una torre en la zona de Siloé, que dejó a dieciocho personas sepultadas bajo los cascotes (Lc 13,1-5). 

Por las calles no faltarían interpretaciones de todo tipo, máxime cuando una creencia popular muy arraigada consideraba que, si alguien padecía algún mal, debería ser porque habría hecho algo malo, y por eso Dios lo castigaba.

Jesús da por supuesto que esa apreciación es equivocada, y que no tiene sentido buscar culpas en las víctimas de tales desgracias. En cambio, esos sucesos luctuosos invitan a reflexionar. La vida humana es frágil y, aunque se goce de buena salud, la muerte se puede presentar cuando menos se la espera. Los que nunca se cuestionan si hacen lo correcto cara a Dios, ni se plantean que necesiten cambiar nada, pueden verse sorprendidos y sin tiempo a reaccionar. La eventual aparición de brotes inesperados de violencia, accidentes o catástrofes naturales, constituye un toque de realidad que despierta del atolondramiento de vivir como si Dios no existiera, y mueve a la conversión para recomponer la propia existencia. Quienes, con un corazón contrito, ponen los medios para vencer el pecado, están desactivando la más grave consecuencia del mal, la muerte eterna, a la vez que construyen un mundo mejor. Esta es la única actitud sabia y responsable para prevenir las mayores desgracias.

Las palabras del Maestro hacen pensar. Jesús llama a cambiar el corazón, a plantearnos un giro radical en el camino de nuestra vida, abandonando la complicidad con el mal y las excusas hipócritas, para seguir con decisión el camino del Evangelio. Su enseñanza no es solo para quienes están lejos de Dios, con la esperanza de que reaccionen, sino también, y sobre todo, para quienes están tranquilos pensado: “yo soy bueno, creyente, incluso bastante practicante”. La parábola de la higuera estéril se dirige a todos los que se sienten cómodos en el campo del Señor, pero no dan fruto (Lc 13,6-9). Si el Señor nos llamara ahora a su presencia, podríamos preguntarnos, ¿iríamos alegres, con las manos llenas de frutos que ofrecerle? ¿estamos colmados de obras hechas por amor, o nuestro egoísmo y falta de generosidad impide que le demos todo lo que espera?

La primera lectura nos cuenta que, un día, Moisés encuentra una zarza en llamas, algo normal en un paraje reseco por el sol. Moisés ha visto arder muchos matorrales, pero ninguno como este: «se fijó: la zarza ardía sin consumirse» (Ex 3,2). Intrigado, se acerca a contemplar ese «espectáculo admirable» (Ex 3,3). Entonces, Dios habla, y la vida de Moisés y la historia de los hombres cambian para siempre. Dios nuevamente está entrando en la historia. Ha decidido tomar partido, ha elegido un pueblo y le ha revelado su Nombre, mezclando su suerte con la de aquel. Dios asume el riesgo de hacerse cercano.

Los israelitas tendrán que recurrir a la poesía y al canto, para intentar dar voz a tanta maravilla: «Bendice alma mía, al Señor, y todo mi ser a su santo nombre. Bendice alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios» (Sal 102, 1-2). Comienzan a descubrir «el estilo de Dios, que fundamentalmente es un estilo de cercanía. Él mismo da al pueblo esta definición de Sí: “¿Díganme, qué nación tiene sus dioses tan cercanos como tú me tienes a mí?” (cfr. Dt 4,7)»1. «No dejarás de ver, aun en los momentos de mayor trepidación –decía san Josemaría–, que nuestro Padre del Cielo está siempre cerca, muy cerca».

Pedimos al Señor especialmente en Cuaresma el don de la conversión,  apoyados en una penitencia que da forma poco a poco a nuestro corazón. «Oh, Dios –imploramos junto a toda la Iglesia–, autor de toda misericordia y bondad, que aceptas el ayuno, la oración y la limosna como remedio de nuestros pecados, mira con amor el reconocimiento de nuestra pequeñez y levanta con tu misericordia a los que nos sentimos abatidos por nuestra conciencia»(oración colecta de la misa).

Descubrimos así, como lo hizo el pueblo elegido, que el mayor prodigio obrado por Dios es su increíble cercanía. «¡Estamos en las manos de Jesús!», solía repetir san Josemaría. Y Jesús no desespera, como tampoco lo hace su madre, Santa María, a quien le podemos pedir que ablande nuestro corazón siempre que lo necesitemos.

1. Francisco. Discurso 17.II.2022

 “En una ocasión, se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús les contestó: - « ¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.» Y les dijo esta parábola: - «Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: "Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?" Pero el viñador contestó: "Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas"»” (Lucas 13,1-9).

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