“El que come este pan vivirá para siempre”. Vivir es la máxima aspiración humana. Nuestro corazón no está hecho para la destrucción sino para la existencia, para lo verdadero, lo bello, lo amable, lo justo... Pero si Cristo no hubiera venido al mundo no habría esperanza de que esto pudiera ser una realidad, ya que la experiencia diaria convence al hombre -a veces de forma dolorosa- que la muerte es un hecho incuestionable, el aplastamiento total y sin remedio de toda esperanza terrena.
Por eso no hay mentira mayor que buscar un paraíso en la tierra. No hay engaño mayor que el de quien trabaja por una justicia, una paz, un orden que no esté basado en Cristo.
En esta vida todo se acaba, todo está sujeto a la ley de la caducidad. Llegará un momento en que, con dolor, nos despediremos de los seres queridos, y de todo aquello por lo que, noblemente, nos hemos esforzados aquí en la tierra. Esta realidad sombría que perturba la modesta dicha de algunos, para los cristianos significará el comienzo de la visión de Dios si velos, cara a cara, “porque le veremos tal cual es” (1 Jn 3, 2), gracias a la Eucaristía.
El Cuerpo y la Sangre del Señor, es lo que nos permite traspasar el umbral de esta vida sin congoja e ingresar allí donde Dios enjugará las lágrimas de nuestros ojos y donde no habrá muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor, porque todo lo anterior ya pasó” (Apoc 21, 4).