Por la pobreza respira libremente el amor a Dios y a los demás. El Señor nos lo recuerda una vez más con las bienaventuranzas. Acompaño mis reflexiones.
"Maldito quien confía en el hombre y en la carne pone su fuerza, apartando su corazón del Señor... Bendito quien confía en el Señor y pone en Él su confianza". Las Lecturas de hoy están unidas por una mima idea: el sano desprendimiento de los bienes de esta vida empleándolos como enseña S. Agustín: "con la templanza de quien los usa, no con el afán de quien pone en ellos el corazón".
Hemos de pedir a Dios que sepamos usar de tal modo de los bienes presentes, con los que Él no deja de favorecernos, que merezcamos alcanzar los eternos. "Por muy brillantes que sean el sol, el cielo y las nubes, recordaba a sus fieles el Cardenal Newman, por muy verdes que estén las hojas de los campos; por muy dulce que sea el canto de los pájaros, sabemos que no todo está ahí y que no tomaremos la parte por el todo. Estas cosas proceden de un centro de amor y de bondad que es el mismo Dios; pero estas cosas no son su plenitud; hablan del cielo, pero no son el cielo; en cierto modo son solamente rayos extraviados, un débil reflejo, son migajas de la mesa".
El desprendimiento cristiano no es un desprecio de los bienes de esta vida ni desafecto por las personas; es colocarse a la suficiente distancia de ellas para valorarlas en su justa medida, sin subestimarlas ni idolatrarlas. Es hacer realidad aquel consejo de Jesús: "Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás vendrá por añadidura" (Mt 6, 33); porque los atractivos de este mundo pasan" (1 Cor 7, 31).
"Acostúmbrate, ya desde ahora, dice S. Josemaría Escrivá, a afrontar con alegría las pequeñas limitaciones, las incomodidades, el frío, el calor, la privación de algo que consideras imprescindible, el no poder descansar como y cuando quieras, el hambre, la soledad, la ingratitud, la incomprensión, la deshonra...".
¡Desprendimiento que lleve a moderar los gastos caprichosos o de pura ostentación, que son una afrenta para los que carecen de lo más elemental para vivir, empleando ese dinero en aliviar tanta necesidad! ¡Desprendimiento de la comodidad para estrujar bien las horas sin quejas egoístas cuando el trabajo pesa o se amontonan los contratiempos! Quien vive así, no anda deslumbrado por paraísos temporales que suponen un fraude para las aspiraciones humanas más hondas, sino que se abre a esa plenitud eterna con la que el corazón humano sueña y para la que fue creado.
En aquel tiempo, Jesús bajó del monte con los Doce, se paró en una llanura con un grupo grande de discípulos y una gran muchedumbre del pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les decía:
«Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis. Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas. Pero ¡ay de vosotros, los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo! ¡Ay de vosotros, los que estáis saciados, porque tendréis hambre! ¡Ay de los que ahora reís, porque haréis duelo y lloraréis! ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que vuestros padres hacían con los falsos profetas. (Lucas 6,17 20-26)
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