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sábado, 11 de octubre de 2025

El día del Señor: domingo 28º del T.O. (C)

La misericordia del Señor es infinita, la curación de los leprosos lo pone de manifiesto y nos invita a acudir siempre a Él. Acompaño varias reflexiones.

Probablemente la lepra era una de las enfermedades más terribles de la época. Muy contagiosa, difílmente curable. Para evitar contagios, el Antiguo Testamento estipulaba normas severas: «el enfermo de lepra llevará los vestidos rasgados, el cabello desgreñado, cubierta la barba; y al pasar gritará: "¡impuro, impuro!" Durante el tiempo en que esté enfermo de lepra es impuro. Habitará aislado fuera del campamento, pues es impuro» (Lv 13,45-46). 

Los sacerdotes eran quienes tenían autoridad para declarar públicamente que una persona era leprosa, o anunciar también su curación para que pudiera regresar a la sociedad. 

Aquellos enfermos habrían oído hablar de Jesús, el maestro de Galilea que curaba gente. Es muy posible que acariciasen en grupo más de una vez la esperanza de encontrarse con él. De modo que cuando le ven pasar y le reconocen, gritan fuerte desde lejos para que tuviera piedad de ellos. 

Jesús escuchó la petición de los diez leprosos, y como suele hacer con todos los personajes con los que se encuentra, les pide a cambio un gesto de confianza, ajustado a la situación personal de quienes le ruegan. En este caso, no les toca, ni les impone las manos. 

Sencillamente les manda asumir que se van a curar y dirigirse a quien tiene autoridad para declararlos puros de su enfermedad. Y en el camino, quedaron todos curados. Seguro que se llenarían de inmensa alegría, conocida de mucha gente, cuando los sacerdotes verificaron públicamente la curación del grupo. Pero solo el samaritano se acordó agradecido de su benefactor, Jesús, y supo «dar Gloria a Dios» volviendo con acción de gracias a sus pies.

De la actitud del samaritano y del reproche que hace Jesús hacia los nueve desagradecidos, sacamos otra lección muy importante de este pasaje: que nuestra acción de gracias da gloria a Dios y nos preparara para recibir dones mejores. Por eso nos conviene fomentar en nuestro corazón, junto a la petición llena de confianza por lo que necesitamos, la acción de gracias por todo lo que recibimos, incluso sin pedirlo. 

Son muchos los beneficios que a lo largo de la vida nos ha hecho el Señor: desde darnos la vida temporal y la eterna, pasando por limpiarnos la lepra del pecado con la Redención muriendo en la Cruz.

Cuando damos gracias a Dios, estamos permitiendo que el Espíritu Santo, que habita en nuestros corazones desde el día del Bautismo, se exprese a través de nosotros del modo más adecuado. "El Espíritu Santo, enseña Juan Pablo II, está en el origen de la oración que refleja del modo más perfecto la relación existente entre las Personas divinas de la Trinidad: la oración de glorificación y de acción de gracias... 

Esta oración estaba en boca de los Apóstoles el día de Pentecostés, cuando anunciaban 'las maravillas de Dios' (Hch 2,11). Lo mismo acaeció en la casa del centurión Cornelio cuando, durante el discurso de Pedro, los presentes recibieron el 'don del Espíritu Santo' y 'glorificaba a Dios' (Hch 10,45-47)".

La Iglesia nos enseña a dar gracias a Dios también cuando llegan las contrariedades, la enfermedad, y no vemos entonces la mano de Dios -etiam ignotis, que ignoramos que también vienen de Él- que quiere otorgarnos un beneficio mayor como le sucedió a este leproso que, junto al beneficio de la curación, añadió el de la fe en Jesucristo: Levántate, vete; tu fe te ha salvado.

De hecho, como decía san Juan Crisóstomo, Dios «nos hace muchos regalos, y la mayor parte los desconocemos». Si somos agradecidos con Dios y le alabamos por todo, atraemos para nosotros y para los demás las bendiciones del Cielo. Como explicaba san Agustín, «toda nuestra vida presente debe discurrir en la alabanza de Dios, porque en ella consistirá la alegría sempiterna de la vida futura; y nadie puede hacerse idóneo de la vida futura si no se ejercita ahora en esta alabanza».

"Es justo y necesario, es nuestro deber y salvación, darte gracias siempre y en todo lugar, Señor" (Prefacio), pero especialmente en la Comunión Eucarística. "Te adoro con devoción, Dios escondido, le decimos a Jesús en la intimidad de nuestro corazón. En esos momentos, dice F. F. Carvajal, hemos de frenar las impaciencias y permanecer recogidos con Dios que nos visita. Nada hay en el mundo más importante que prestar a ese Huésped el honor y la atención que se merece".

Evangelio: «Y sucedió que, yendo de camino a Jerusalén, atravesaba los confines de Samaria y Galilea; y, cuando iba a entrar en un pueblo, le salieron al paso diez leprosos, que se detuvieron a distancia y le dijeron gritando: «Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros». Al verlos, les dijo: «Id y presentaos a los sacerdotes». Y sucedió que mientras iban, quedaron limpios. Uno de ellos, al verse curado, se volvió glorificando a Dios a gritos, y fue a postrarse a sus pies dándole gracias. Y éste era samaritano. Ante lo cual dijo Jesús: «¿No son diez los que han quedado limpios? Los otros nueve ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino sólo este extranjero? Y le dijo: Levántate y vete: tu fe te ha salvado» (Lucas 17,11-19).

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