El transhumanismo “es un sueño infantil”, lamenta: solo aspira a mejorar el poder físico
Recientemente, Rémi Brague (París, 1947), uno de los más importantes intelectuales católicos europeos, dio una serie de conferencias en Italia. Con ese motivo, Rodolfo Casadei le entrevistó para Tempi sobre las consecuencias que implica para la sociedad y la cultura su profunda descristianización:
Profesor Brague, en la conferencia de Milán usted ha explicado que sin el perdón no hay posibilidad de una nueva vida después de la culpa; que el mundo está lleno de víctimas, reales o autoproclamadas, lleno de mandatos para que confesemos nuestros pecados. Pero después de la confesión no hay perdón. ¿Está de acuerdo en que esto se debe a la descristianización de Occidente? Sin el cristianismo, la culpa permanece, pero el perdón desaparece, porque el perdón requiere la fe en un Dios misericordioso.
El perdón no es una noción filosófica. Lo que existe en la filosofía antigua es la noción de sungnomé, algo que tiene que ver con la noción de la falibilidad humana, con el hecho de que los dioses pueden engañarnos adoptando la forma de otros seres; al hacerlo, nos inducen a error. El perdón es algo que entra en el horizonte cultural del mundo con la Biblia y las religiones bíblicas. Primero con el judaísmo de Israel y, más tarde, con las dos religiones que surgieron de él: el judaísmo rabínico y el cristianismo.
Esta idea del perdón presupone un pecado contra una persona. Cuando se rompe una regla, no puede haber perdón. Si me salto un semáforo en rojo, me multan: no hay perdón posible. Lo único que se parece al perdón es la amnistía: con ella se olvida el pasado y ya no se te pide que pagues la multa. ¡Pero eso no es perdón! Solo puede haber perdón si se considera que, al hacer algo malo, he herido a alguien, es algo personal. Solo este algo personal puede perdonar. Si he hecho algo malo a mi mujer, a mis hijos, a mis amigos, puedo pedirles perdón.
Así que tiene que haber algo profundamente personal en la relación con el Absoluto para que pueda perdonarme. Que sea más personal que la gente que conozco en la vida cotidiana. Debe haber un Dios capaz de perdonar. El cristianismo dice que Dios nos ha perdonado en Cristo y que debemos aceptar este perdón. Podemos rechazarlo: somos plenamente libres en nuestra relación con Dios, Él nos quiere así.
Si falta esta figura de un Dios personal, entonces nos queda nuestro sentimiento de culpa: no es el cristianismo el que inventó la culpa, en contra de lo que piensan algunos imbéciles. Entonces la gente empezará a decir que el delincuente actúa de determinada manera debido a una enfermedad física o mental, o a una disfunción del mecanismo social. Buscarán a los responsables de todo lo que va mal, porque nunca es culpa nuestra, sino de las estructuras sociales, las condiciones históricas, el complejo de Edipo y otros traumas psicológicos de la infancia. En ninguna de estas hipótesis es necesario pedir perdón. Así que estoy de acuerdo con usted: sin el cristianismo, la noción de perdón desaparece.
¿Cómo ve el futuro del cristianismo? Hace unos años usted escribió que "muchos de nuestros contemporáneos no piden a la religión que los convierta y los santifique, sino simplemente que los satisfaga". No es muy distinto de lo que escribió el sociólogo estadounidense Philip Rieff en 1966 en su obra "El triunfo de la terapéutica", donde explicaba que el hombre religioso, que quiere conocer y vivir la verdad, ha sido sustituido por el hombre psicológico, que solo quiere "sentirse bien". ¿Se convertirá el cristianismo en una religión flexible, una religión que satisface psicológicamente?
No soy adivino, no sé lo que nos deparará el futuro. Lo que está claro es que hoy en día se tiende a sustituir la necesidad de la verdad por lo que se llama wellness [bienestar]. Cabe preguntarse si la principal religión occidental del momento no es el bienestar. Es decir, sentirse bien con uno mismo. Se basa en la idea de que no tenemos que cambiar, que estamos bien como estamos.
No solo Rieff anticipó la llegada de esta tendencia: ochenta años antes, Friedrich Nietzsche la había denunciado. En un pasaje de La voluntad de poder dice básicamente que ve un cristianismo opiáceo, transformado en un analgésico destinado a eliminar el sufrimiento, el peso de la desgracia, las dificultades de la vida, un cristianismo convertido en una especie de budismo.
No sé qué conocimiento tenía Nietzsche del auténtico budismo, que es una religión extremadamente ascética. Pero no cabe duda de que hoy nos enfrentamos al espectacular auge de algo llamado budismo que se extiende sobre todo entre la gente rica y las estrellas de Hollywood, pero que es un budismo insulso, que ha perdido su sabor y que coincide a grandes rasgos con la necesidad de sentirse bien. Se sugiere que disfrutemos de la vida, que no intentemos mejorarnos, que sigamos siendo imperfectos; imperfectos y felices. Se ha publicado un libro titulado ¡Déjate en paz y empieza a vivir! [de Fabrice Midal]. Se abandona todo lo que constituye la grandeza del hombre, es decir, su aspiración a la perfección, aun sabiendo que es un objetivo difícil, tal vez imposible sin la Gracia. Esto nos lleva a un mundo de moluscos y medusas que se dejan llevar por la corriente.
Pero también hay otro peligro, que es el humanitarismo. René Girard decía que el humanitarismo es un humanismo árido, que ya no se nutre de su fuente. La religión del bienestar y el humanitarismo tienen en común la idea de que no debemos intentar mejorarnos a nosotros mismos. El supuesto básico del humanitarismo es que no hay pecado original, que no hay en nosotros una tendencia al mal contra la que Dios deba ayudarnos a resistir: las personas son buenas, basta con un poco de diálogo y todo se resuelve. Lo que más me perturba es que muchos cristianos también razonan de esta manera, o mejor dicho, sienten de esta manera, porque esto no es razonar. Esto es un aplanamiento del ser humano.
El cristianismo debería ofrecer una conciencia de los abismos del mal que hay en nuestro interior, como hay también alturas inconcebibles de santidad que se pueden experimentar. El cristianismo tiene una visión del hombre en relieve, mientras que la visión del bienestar, la visión terapéutica, el hombre psicológico, humanitarista, es una visión aplanadora. Nos describe como carentes de profundidad y altura; es una visión que no hace justicia a todas las dimensiones del hombre, como hace el cristianismo. Y por eso algunos imbéciles le acusan de pesimista: pero no es pesimista, ¡es realista! Por el contrario, decir y pensar que todo en el hombre es bello y amable es signo de ceguera.
¿Adónde nos llevará la tecnologización de la vida humana? ¿Forma parte de la "tendencia al extremo" de la que escribe René Girard y, por ende, algo que nos empuja a la pendiente apocalíptica? ¿O es una "destrucción creadora", que destruye al hombre histórico y lo sustituye por el transhumano? En este último caso, el apocalipsis se evitaría al precio de superar lo humano.
En primer lugar, observo que vivimos en una época en la que tendemos a delegar en la tecnología cosas que podríamos hacer nosotros mismos, ciertamente empleando más tiempo. Esto empezó como una simple facilitación de la acción, pero puede acabar sustituyendo nuestra libre elección. Cada vez tenemos más algoritmos que eligen por nosotros; por ejemplo, algoritmos para comprar y vender en la Bolsa. Son el índice del proyecto, o del sueño, o de la pesadilla del transhumano.
El término fue utilizado por primera vez por Julian Huxley en un texto escrito a principios de los años 50, cuando no existían las tecnologías de la información ni los ordenadores, y cuando los fabulosos avances de la biología y la genética aún no se habían hecho realidad. En mi libro El reino del hombre me entretuve en demostrar que el sueño transhumano existe mucho antes de que fuera posible intentar realizarlo; de hecho, tenemos muchos ejemplos de ello en el siglo XVIII. Hoy, la cuestión es qué modelo se utilizará para fabricar al superhombre.
El hombre transhumano será fabricado por los hombres que le precedieron, como nosotros. ¿Y qué decidiremos mejorar en él? Tengo la impresión de que lo que soñamos con mejorar es simplemente el poder de este hombre: poder físico y poder intelectual del tipo de la razón calculadora. No fabricaremos santos, sino ¡superordenadores humanos! Aquí también nos ayuda un fragmento de Nietzsche. Dice: si le preguntamos a un niño de 10 ó 12 años "¿Quieres ser mejor persona? ¿Quieres ser una persona más moral?", no mostrará entusiasmo; si le decimos "¿Quieres ser más fuerte?", le parecerá interesante.
Tengo la impresión de que el sueño transhumano va en esta dirección: es un sueño infantil, preadolescente. Me temo que el modelo del superhombre consistirá simplemente en un fortalecimiento del hombre tal como es hoy, es decir, el hombre en el estado de la Caída. Se tratará de perpetuar y fortalecer al primer Adán, y no al segundo, utilizando las palabras de San Pablo. ¿Evitará esto el apocalipsis? Digamos que nos encontraremos eligiendo entre dos aboliciones del hombre. Por un lado, la abolición física en un apocalipsis nuclear o biológico y, por el otro, una autoabolición de lo que hace humano al hombre. Sería una elección entre el suicidio material y el suicidio espiritual.
Usted ha identificado en el "presentismo" una de las características del nihilismo, que vacía de valor tanto el pasado como el futuro. Hoy también nos encontramos con cristianos que, interpretando capciosamente las palabras del Papa Francisco sobre el cambio de época, le quitan valor al pasado y la memoria, diciendo que lo que ya se ha vivido está superado y ya no es útil para el presente. ¿No cree que el "presentismo" es una actitud que no atañe solo a los nihilistas?
Sí y no. En este momento, el nihilismo es lo más extendido en el mundo. No debemos presentar el nihilismo como el de la Rusia del siglo XIX, como el rebelde Bazarov en Padres e hijos de Turguénev, y a los nihilistas como personajes barbudos y enmascarados con una gran bomba en las manos. Hoy domina un nihilismo suave, no violento, que consiste en reducir el mundo a la experiencia inmediata que tenemos de él en el momento.
Como sabemos, el pasado y el futuro solo existen en el presente: el pasado ya ha sido y el futuro está por venir. Somos nosotros los que damos vida al pasado en la memoria, en el recuerdo, en la reminiscencia, somos nosotros los que hacemos que entre de nuevo en nuestra experiencia. Y lo que hace que el futuro exista es el proyecto de hacer que algo suceda a través de nuestra acción. Así pues, somos nosotros los que decidimos si queremos enriquecer nuestro presente a través del recuerdo del pasado, aceptando lo que se nos transmite y posiblemente enriqueciéndolo y profundizándolo, y somos de nuevo nosotros los que enriquecemos nuestro presente con proyectos de futuro, con deseos, etc.
Solo existe el presente, pero puede ser un presente enriquecido por el pasado y lleno de futuro, o puede ser un presente pobre; cuando hablamos de "presentismo" hablamos de la reducción de nuestra experiencia a un presente miserablemente pobre. Un presente que olvida todo lo que le ha llevado a él, que olvida todo lo que le ha hecho ser lo que es; un presente fundamentalmente ingrato, que no sabe decir "gracias" a todo lo que lo ha hecho posible. Por consiguiente, es un presente apático, abúlico, amorfo, sin voluntad.
No diría que el presentismo es solo prerrogativa de los nihilistas; diría que el presentismo es una forma de nihilismo generalizado en el que todos vivimos: es una amenaza, una tentación para cada uno de nosotros que está siempre presente. También en este caso, Nietzsche demostró ser un buen profeta. En la década de 1880 escribió que los próximos dos siglos serían los del nihilismo, que este duraría dos siglos. Ha pasado un siglo y medio desde entonces. ¿Qué pasará dentro de 50 años? No creo que en ese momento yo esté muy en forma. Lo verán nuestros nietos.
Vivimos en una época de racionalismo, casi diría de cientificismo. Sin embargo, las relaciones humanas y la comunicación social están dominadas por la emoción. Somos, al mismo tiempo, racionales y emotivos. ¿Cómo se explica esto?
Yo diría dos cosas. En primer lugar, creo que debemos prescindir de la idea de que vivimos en una época racionalista. No es así. Vivimos en una época en la que la razón está reducida a cálculo. La razón ha sido expulsada de la esfera de la práctica, del ámbito de la acción. Digo esto pensando en Kant, en su idea de la primacía de la razón práctica, una idea que me parece sumamente profunda e interesante; es decir, pienso que la razón solo es plenamente ella misma en el ámbito moral.
Desarrollar este argumento nos llevaría demasiado lejos ahora; en cualquier caso, está claro que el supuesto racionalismo actual presupone una reducción de la razón al ámbito de lo que se puede calcular. Todo lo demás se deja a la emoción. No hay contradicción entre el autodenominado racionalismo y esta especie de marea alta, de tsunami emotivo al que asistimos actualmente y que conlleva una especie de autovictimización del discurso público: para tener derecho a decir algo, hay que ser víctima.
Pero víctima ¿de qué? Hace unas semanas, un presentador de la televisión francesa dijo: "Soy víctima de mi buen físico". Un físico atractivo debería representar una condición ventajosa, también es gracias a él como se consigue un trabajo como presentador de televisión, porque en la pequeña pantalla la belleza cuenta. Este hombre también debe su carrera a su físico, pero se ve obligado a decir que es una víctima, porque si dijera "he tenido la suerte de ser guapo", le perjudicaría: hay que presentarse siempre como una víctima.
El racionalismo reducido a la capacidad de cálculo, es decir, la capacidad de manipular datos que ya están ahí, por un lado, y el ámbito de la emoción, por el otro, son fenómenos que se compensan mutuamente: el hecho mismo de que vivamos en una especie de dictadura del cálculo abre la puerta a emociones menos razonables y más instintivas.
Un autor que admiro mucho, C. S. Lewis, decía que vivimos en una época de hombres sin pecho. Alude a la descripción que hizo Platón del hombre, quien dijo que la cabeza es la sede del razonamiento, el vientre de los apetitos −el apetito por la comida y el apetito sexual− y en medio está el pecho, la sede del thumos, el conjunto de las pasiones nobles: el sentimiento del honor, del deber, etc.
Lewis decía que vivimos en una época que tiene tendencia a yuxtaponer la facultad calculadora con la facultad del deseo sin que medien los sentimientos nobles. Es más, se pone la primera al servicio de la segunda, poniendo el cálculo al servicio de las pulsiones. Me parece que dio en el clavo. Si la razón se reduce a la capacidad de cálculo, es inevitable que se abran las puertas a los deseos más irracionales.
Entrevista de Rodolfo Casadei
Fuente: religionenlibertad.com (publicada originariamente en tempi.it)
Traducción de Elena Faccia Serrano
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