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sábado, 22 de enero de 2022

El día del Señor: domingo 3º del T.O. (C)

Con su Misericordia Jesucristo acude a nuestro encuentro para sanar nuestras debilidades de todo tipo. Esa esperanza nos consuela y debemos transmitirla a los demás. Acompaño mis reflexiones. 

Cristo anuncia la liberación de los pobres, los cautivos y los ciegos, carencias que engloban todas las necesidades humanas tanto corporales como espirituales. Ella abarca la totalidad de las ataduras humanas, pero, especialmente, la del pecado. 

No existe ningún fundamento bíblico que lleve a confundir la salvación cristiana con las propuestas de signo político, con los programas económicos o de promoción social y cultural, aunque éstas no sean ignoradas. ¿Es preciso recordar con sencillez que Cristo no fundó ningún dispensario médico, por ofrecer un ejemplo, aún cuando curó a muchos?

La misión de la Iglesia es de naturaleza eminentemente espiritual, aunque a lo largo de su historia ha creado y promovido innumerables organismos de ayuda de todo signo. Los primeros cristianos manifestaron su amor a todos atendiendo a las necesidades materiales de todos sin olvidar las del alma. No daban sólo lo que les sobraba, eran generosos y espléndidos, sino que se daban “a sí mismos, primeramente al Señor y luego, por voluntad de Dios, a nosotros” (2 Cor 2,5). Con toda probabilidad alude S: Pablo aquí a la evangelización. Comentando este pasaje, S: Tomás dice: “así debe ser el orden en el dar: que primero el hombre sea aprobado por Dios, porque si no es grato a Dios, tampoco serán recibidos sus dones”.

Hemos de ser sensibles a estas necesidades. “No puede un cristiano conformarse con un trabajo que le permita ganar lo suficiente para vivir él y los suyos: su grandeza de corazón le impulsará a arrimar el hombro para sostener a los demás, por un motivo de caridad, y por un motivo de justicia” (S. Josemaría Escrivá).

Pero hay una pobreza cultural religiosa, una esclavitud y una ceguera del alma, que deben ser atendidas con mayor desvelo aún. “El que ama a su prójimo, debe hacer tanto bien a su cuerpo como a su alma”, sentencia S. Agustín. Preguntémonos: ¿me preocupan quienes me rodean, su falta de formación, su confusión doctrinal, su vacío, su tristeza? ¿Olvido que si ayudo a los demás a conocer a Jesucristo y seguirle pondré remedio a asuntos que no se solucionan con remedios humanos sólo y contribuiré a que, como en la sinagoga de Nazaret, muchos alaben a Jesucristo?

Recordando a S. Pablo, podríamos concluir que ya podemos distribuir todos nuestros bienes a los pobres, que si nos faltara el amor a Dios y, por él, a todos los hombres y a todo el hombre, no seríamos sino una campana que suena, alguien que se movió un poco, pero cuyo eco se pierde en el silencio del tiempo, como el tañido de las campanas cuando muere la tarde.


“Ilustre Teófilo: Muchos han emprendido la tarea de componer un relato de los hechos que se han verificado entre nosotros, siguiendo las tradiciones transmitidas por los que primero fueron testigos oculares y luego predicadores de la Palabra. Yo también, después de comprobarlo todo exactamente desde el principio, he resuelto escribírtelos por su orden, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido.

En aquel tiempo, Jesús volvió a Galilea, con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas y todos lo alababan. Fue Jesús a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el Libro del Profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para dar la Buena noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor»

Y, enrollando el libro, lo devolvió al que le ayudaba y se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él. Y él se puso a decirles: -Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír” (Lucas 1,1-4; 4,14-21).

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