La vida en muchos sitios de Valencia no va a ser la misma después de la dana. Las fuertes lluvias torrenciales provocaron inundaciones sin precedentes. Desde Xabec, un grupo de voluntarios ha intentado poner su granito de arena para mejorar la situación de algunas personas que lo han perdido todo.
En la noche del 29 al 30 de octubre tuvo lugar una tormenta que causó estragos en muchos pueblos de Valencia. Calles y locales en los que el nivel del agua superó los dos metros de altura. Coches apilados uno sobre otro. Hogares llenos de barro. Y sobre todo muertos, muchos muertos. La primera semana fueron casi doscientos, pero la cantidad de desaparecidos hacía presagiar que iría en aumento.
con el coche lleno de productos de primera necesidad |
hablitando enchufes |
Como podéis suponer, fue agotador hacer todo ese recorrido con bolsas llenas de comida en una mano y escobas en la otra, pero jamás se me olvidará lo que viví ese día. Al llegar al puente que cruza la autopista que lleva a los pueblos, vi una masa enorme de gente que, como nosotros, se disponía a ayudar a sus paisanos. Y eso no era todo. Nos cruzamos con centenares de personas que regresaban llenos de barro hasta las cejas. Nosotros estábamos llegando a mediodía, pero más de uno se había pasado la noche entera ayudando a personas a las que probablemente no conocía de nada.
Fuimos a Benetússer. A pesar de que era viernes, y ya habían pasado dos días de la tragedia, no parecía que hubiese ningún tipo de ayuda organizada. Llamé entonces a un amigo que vivía ahí y me dijo que había un centro de coordinación en un colegio. Les dimos las bolsas de comida, pero no nos dijeron qué podíamos hacer para ayudar. Un poco desanimados, y bastante cansados después de la caminata con las bolsas, nos sentamos como pudimos fuera del colegio. De repente apareció el furgón de una empresa constructora, abrió sus puertas y sacó unas palas y escobas enormes.
–¿Habéis venido a ayudar? –nos preguntó el que parecía el jefe.
–Claro, pero no sabemos cómo.
–Pues venid con nosotros.
Nos llevaron a un centro de coordinación y nos asignaron un sector de Benetússer. Aunque ya habíamos visto todo tipo de estropicios, tanto en la tele como en las horas que llevábamos en el pueblo, nos quedamos de piedra al llegar a nuestra zona. Había varias pilas de coches amontonados que llegaban hasta los segundos pisos de las casas. Locales completamente arrasados. Policías con perros tratando de encontrar cuerpos de fallecidos entre los escombros. Con este panorama, uno de los vecinos nos dijo que nos pusiéramos a despejar la calle de barro.
Hicimos amistad con Vicente, un fontanero. Entramos en su local para limpiarlo y vimos que estaba lleno de coches amontonados que habían sido arrastrados por el agua. Nos dijo que en realidad su tienda era la mitad de grande, solo que la riada había derribado los tabiques y había unido varios locales en uno. La furgoneta de Vicente se había levantado y la baca se había enganchado a una viga. Ahí estaba, suspendida en el aire, amenazando con caerse en cualquier momento. Cuando Vicente terminó de enseñarnos lo que había ocurrido, se puso a llorar. Era un hombre de treinta años, bien fuerte, que me sacaba dos cabezas. Impresionaba verlo así, derrotado, después de haberlo perdido todo. Pero acto seguido se recompuso y, como quien no quiere la cosa, cambió de tema. «¿Habéis comido?».
Entre una cosa y otra se nos había olvidado, y eran ya las cuatro de la tarde. Entonces uno de los vecinos nos bajó unos bocatas, y una señora nos ofreció una olla llena de macarrones con chorizo. «Es toda vuestra, lo único es que no tengo tenedores para todos». Ningún problema. Nos dio los que tenía y en cuanto uno acababa de comer lo limpiaba y pasaba al siguiente. En la guerra como en la guerra.
Así estuvimos hasta última hora de la tarde. Despejamos de barro muchos locales y sacamos a la calle los muebles de las casas que habían quedado inutilizados. Nos despedimos de Vicente, de la señora de los macarrones y de los otros vecinos. En medio de un océano de caos, habíamos conseguido al menos ayudar a unas pocas personas, pero todavía quedaba mucho por hacer.
En estos días me han llegado historias de muchas personas que han dado lo mejor de sí. Por ejemplo, la de Vicente, un profesor del colegio que es electricista. Su casa se inundó, y después de estar dos días achicando agua, pensó que no podía limitarse a resolver solo sus problemas. Cogió su caja de herramientas y se fue al pueblo de al lado a ayudar en lo que hiciera falta. Esperando al grupo de voluntarios entabló conversación con unos militares que necesitaban ayuda para dar luz a un edificio de viviendas en uno de los pueblos más afectados, así que se subió a su coche y se fue para allá.
Vicente entró en el edificio y vio que el cuadro eléctrico estaba repleto de barro. Se puso a limpiarlo y comprobó que podía funcionar. Aisló los cuadros eléctricos que daban alimentación a la planta baja y consiguió dar luz a las veinte viviendas de ese edificio. Dicho así parece fácil, pero Antonio se pasó cuatro horas en esta operación. Al acabar se había hecho tarde y se tenía que marchar ya, porque le esperaba una caminata de regreso de dos horas. Se despidió rápidamente de las dos personas y se fue como el que no quiere la cosa: sin homenajes ni agradecimientos de ningún tipo. Solamente con la satisfacción del deber cumplido, de haber podido ayudar a otros. Un héroe discreto, sin capa, pero con poderes que devuelven la luz a veinte hogares que llevaban cuatro días sin electricidad.
Las previsiones dicen que harán falta varios meses para que esos pueblos vuelvan a una cierta normalidad, e incluso años para conseguir recuperarse por completo. Desde Xabec seguiremos dando lo mejor de nosotros, contribuyendo a construir esa cultura de la misericordia de la que tanto habla el Santo Padre.
Continuamos haciendo equipos de trabajo para colaborar en la reconstrucción de los hogares de la zona cero de la dana.
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