¿Qué debemos hacer? También nosotros deberíamos hacer esta pregunta en el umbral de la Navidad. Quienes escucharon la voz de Dios que llegaba a través del Bautista, sintieron cómo se reavivaba en sus corazones el fuego de la esperanza en el Mesías que estaba cubierto por las cenizas del olvido y se purificaban con el bautismo de penitencia que él impartía. Hay que limpiar fondos, porque el vino de más calidad, si se vierte en un recipiente con vinagre, se agría y se pierde. “Yo bautizo con agua; pero... Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego”.
El misterio de la Encarnación se realizó por obra del Espíritu Santo. “La Iglesia no puede prepararse (...) de otro modo, si no es por el Espíritu Santo. Lo que en la plenitud de los tiempos se realizó por obra del Espíritu Santo, solamente por obra suya puede ahora surgir de la memoria de la Iglesia” (Juan Pablo II).
¿Qué debemos hacer? Repartir con los que tienen menos que nosotros y no perjudicar a nadie, contesta en esencia el Bautista. En una palabra: acoger a ese Dios que sale a nuestro encuentro y que desea que le veamos en quienes nos rodean. De esta forma nos iremos identificando progresivamente con Jesucristo haciéndonos una sola cosa con Él.
Reflejar a Cristo en nuestro comportamiento es permitir que pase a través de nosotros ese Amor suyo lleno de solicitud por todos, viviendo atentos a sus esperanzas y temores, alegrías y penas, convicciones y dudas, prestando a quienes lo necesiten una ayuda material, un consejo, un consuelo, una palabra de aliento. “Si el fermento mezclado con la harina —dice S. Juan Crisóstomo— no transforma toda la masa, ¿acaso se trata de un fermento genuino? Y también, si acercando un perfume no esparce olor, ¿acaso llamaríamos a eso perfume? No digas: no puedo influir en los demás, pues si eres cristiano de verdad es imposible que no lo puedas hacer... Es más fácil que el sol no luzca ni caliente que no deje de dar luz un cristiano... Si ordenamos bien nuestra conducta, todo lo demás seguirá como consecuencia natural. No puede ocultarse la luz de los cristianos, no puede ocultarse una lámpara tan brillante”
Reflejar a Cristo en nuestra actuación es cultivar esa apertura de espíritu y grandeza de alma que sepa acoger a todos sin distinciones de ningún género; y, también, sin mostrar desdén ante las debilidades, injusticias y prejuicios de quienes tratamos. S. Francisco de Sales, comentando la parábola del hijo pródigo, dice: “Aunque el hijo volvió harapiento, sucio y maloliente por haber estado entre cerdos, su padre, sin embargo, lo abraza, lo besa amorosamente y llora sobre su hombro; porque era padre, y el corazón de los padres es tierno para el corazón de los hijos”.
S. Josemaría Escrivá decía asimismo: “Poneos siempre en las circunstancias de los demás, así veréis las cosas serenamente, no os disgustaréis nunca, o pocas veces, y comprenderéis, éis, y llenaréis el mundo de caridad”.
“Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. Los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a Juan, a que le preguntaran: —¿Tú quién eres? El confesó sin reservas: —Yo no soy el Mesías. Le preguntaron: —Entonces ¿qué? ¿Eres tú Elías? Él dijo: —No lo soy. —¿Eres tú el Profeta? Respondió: —No. Y le dijeron: —¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo? Él contestó: —Yo soy "la voz que grita en el desierto: Allanad el camino del Señor" (como dijo el Profeta Isaías). Entre los enviados había fariseos y le preguntaron: —Entonces, ¿por qué bautizas, si tú no eres el Mesías ni Elías, ni el Profeta? Juan les respondió: —Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, que existía antes que yo y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia. Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde estaba Juan bautizando” (Juan 1,6-8.19-28).
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