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viernes, 29 de abril de 2016

William Shakespeare, la claridad del caos oscuro

Qué privilegio celebrar el 400 aniversario de la muerte de William Shakespeare (1564-1616).

A diferencia de otras conmemoraciones, que se reducen a cumplir con la fecha sacando un segundo del olvido al autor, Shakespeare no necesita rescate. Está presente en las universidades y en la prensa, su influencia se deja sentir en novelistas y guionistas contemporáneos y, sobre todo, se le sigue leyendo con pasión en cualquier punto del globo. Voltaire, en Cartas desde Inglaterra, describió a Shakespeare como un salvaje ebrio, ignorante de las reglas. 

El genial inglés no cumplía la preceptiva clásica, y el francés, cumpliendo todos los tópicos, no lo perdonaba. Con la sagacidad de la casa, Josep Pla apostilló: “Se ha dicho de la obra de Voltaire que es un caos de ideas claras. De Shakespeare se podría decir, aún con más razón, que es una claridad de un caos oscuro”. Pla nos pone sobre la pista interpretativa.

Han sido muchos los que se han perdido en el laberinto del caos shakesperiano sin ver la luz al final del espléndido túnel. Razones no les faltan. Dejemos atrás, con Voltaire, aquellos que han querido juzgarlo y condenarlo según los estrechos márgenes de sus preceptivas o prejuicios, como Tolstói, Bukowski o Wittgenstein.

Luego están, por orden de extravagancia, los que han sostenido que Shakespeare no fue Shakespeare. La argumentación se basa en el esnobismo: consideran imposible que un hombre que no fue a la universidad, que no pertenecía a la alta aristocracia ni frecuentaba la Corte y que ni siquiera valoraba la bohemia, pudiese ser un genio y disponer de tan hondos y extensos conocimientos del alma humana y de los resortes del poder. Atribuyen sus obras a un Marlowe que fingió su muerte, a un Francis Bacon al que no le gustaba el teatro, pero da igual, a un Edward de Vere que, al menos, era conde, etc. Incluso en España hay quien defiende, ya puestos, que William Shakespeare era Miguel de Cervantes, que tampoco era Cervantes, sino Joan Miquel Servant, y que era o eran (Cervantes y Shakespeare) catalán.

La mejor respuesta al enjambre de teorías conspiratorias quizá sea la de Bernard Shaw. Tras haber seguido los debates con asombro creciente, él mismo –confesó– había terminado convencido de que el autor de las obras que conocemos bajo el nombre de Shakespeare no fue el que se dice, sino otro, nacido el mismo día, en el mismo lugar, y que, para afinar más su avieso enmascaramiento, se llamaba también William Shakespeare.

Otros sostienen que Shakespeare fue un nihilista o un discípulo aventajado de Maquiavelo. A veces, son víctimas de la costumbre de citarle sin haberle leído, algo que exasperaba a Chesterton: “Ningún hombre ha sufrido más que Shakespeare por ser citado; y, con frecuencia, nada es menos shakesperiano que una cita de Shakespeare”. Luego, Chesterton se consolaba riéndose de los que citaban alguna frase particular de Hamlet con arrobo: “Hamlet fingía estar loco para engañar a los tontos. No podemos quejarnos si ha tenido éxito”.

Y es que a menudo los defensores del Shakespeare nihilista caen en el espejismo de creer que cada personaje de Shakespeare expresa las ideas del autor. Sólo así se explica que Jorge Santayana y Harold Bloom defiendan la ausencia de lo religioso en Shakespeare. Un caso paradigmático sería el de los que resumen la filosofía del Bardo con una cita de Macbeth: “[Life] is a tale / told by an idiot, full of sound and fury, / signifying nothing”, esto es, “[La vida] es un cuento contado / por un idiota, lleno de sonido y furia, / que nada significa”. Pero ¿miran quién habla? Si algo deja claro Macbethes el declive moral del protagonista, que a la altura en que clama esos grandiosos versos desesperados, es absoluto. A Shakespeare le preocupaban, en efecto, el maquiavelismo, el escepticismo y el nihilismo, pero una lectura completa y comprensiva de sus obras muestra que le preocupaban porque le parecían preocupantes.

Por último, muchos se quedan en la superficie, fascinados con su maravilloso lujo verbal. Sin duda, como zanjó Nabokov, “la textura del verso poético de Shakespeare es la más fuerte que el mundo haya conocido”; pero no hay que dejar que nos deslumbre, como a D.H. Lawrence, cuando afirma en un poema que los personajes de Shakespeare no le gustan nada, pero que se salvan por el espléndido lenguaje. “La belleza de los versos puede arrastrarnos sin que nos paremos a ponderar su significado más profundo”, nos advierte Joseph Pearce.

Para aclarar las intenciones y el sentido final de su obra, sería de una enorme ayuda tener más datos determinantes sobre su vida, pero escasean. Según George Steevens –citado por Ignacio Peyró–, lo que sabemos de Shakespeare es poco más que esto: que nació en Stratford-upon-Avon y tuvo familia allí, que se fue a Londres, que se hizo actor y escritor, que volvió a Stratford, hizo testamento y murió. Steevens exagera, pero para mostrar que su biografía no nos dispensa de la especulación. Su vida fue la de un hombre discreto hasta lo escurridizo, dicen que encantador, que prefería no participar de francachelas, para las que se excusaba alegando que estaba de luto, que se esforzó por pasar desapercibido y que, en cuanto tuvo medios, se volvió a su pueblo con su familia a vivir de rentista.

Esta vida (tan misteriosa en su luz apacible) es paralela a las zonas de claroscuro que, sin duda, dejan sus obras. Buscando una explicación racional a la increíble proliferación de interpretaciones que provoca [Goethe convirtió a Hamlet en un Werther que sucumbía bajo un peso demasiado grave; Freud, en un paralelo de Edipo; Salvador de Madariaga, en un César Borgia carente de escrúpulos, etc.], Carl Schmitt sólo encuentra la existencia de un fondo enigmático, de un tabú. Que explicaría los interrogantes que rodean a su vida tanto como a su obra.

Y aquí es donde conviene considerar el catolicismo secreto de William Shakespeare. Las teorías que defienden que su obra la escribió otro sólo surgen doscientos años después de su muerte. Antes, nadie se había planteado tal posibilidad. Sin embargo, en su mismo siglo, en su mismo pueblo, un clérigo anglicano, recogiendo una tradición local, lo dijo en añejo inglés: “He dyed a papiste”, o sea, que murió católico romano. En vida habían insinuado lo mismo, cuando era una imputación que, bajo la persecución religiosa de Isabel I, podía costar muy cara.

En el XIX, el erudito Richard Simpson acumuló un sinfín de evidencias. Ya en 1808, Chateaubriand lo apuntaba, como Thomas Carlyle o John Henry Newman, que declaró, antes de convertirse, que Shakespeare “tiene tan poco de protestante en él, que los católicos han podido, sin extravagancia, proclamarlo como uno de los suyos”.
Más recientemente, Carol Curt Enos o la Vizcondesa de Asquith han ido señalando, una a una, veladas referencias concretas y claves católicas en sus textos. A su biógrafa alemana, Hildegard Hammerschmidt-Hummel no le cabe duda. Recogiendo todas estas investigaciones, Joseph Pearce ha escrito Shakespeare: una investigación, ensayo que atrapa como una novela policíaca.

Un hito fue el reconocimiento de Rowan Williams, nada menos que Arzobispo de Canterbury, el primero entre los clérigos anglicanos, declarando que “probablemente Shakespeare era católico”. Se basó en que su familia, sus maestros y sus amigos lo eran y, sobre todo, en el hecho literario-teológico de que “hay cosas en sus obras que no se pueden entender sin comprender los conceptos de perdón y de gracia”, que existen en el catolicismo y no en el protestantismo.

El asunto no es una mera curiosidad teológica, un entretenimiento histórico o una vanidad de correligionarios. Abre una vía para acceder a una de las cumbres literarias de la humanidad. La ambigüedad shakesperiana y hasta su elusiva biografía se entienden mucho mejor sabiendo que pertenecía a una religión implacablemente perseguida. Se jugaba la vida si descubría sus cartas y el alma si no las mostraba.

El criptocatolicismo shakespeariano es tesis apasionante, pero, si va a crear un debate que nos distraiga de la lectura profunda de William Shakespeare, podemos dejarlo para otra ocasión, y ceñirnos al diagnóstico del poeta y crítico W.H. Auden: “Se podría discutir durante horas sobre cuáles eran las creencias religiosas de Shakespeare, pero no hay duda de que su comprensión de la psicología se basa en los mismos presupuestos cristianos que encontrarían ustedes en cualquier hombre corriente”.

Basta eso para descartar lecturas extravagantes o interesadas. Lo ejemplifica el mismo Auden con dos personajes con frecuencia mal interpretados: “El escepticismo de Hamlet y el cinismo de Tersites pueden ser reflejo de actitudes contemporáneas, pero las obras muestran hasta qué punto los propios personajes están poco o nada contentos con ese sentir. Montaigne está muy tranquilo en su biblioteca, pero el escepticismo de Hamlet no hace sino torturar su espíritu; y el cinismo de Tersites no hace sino violentar su ánimo: para Shakespeare es imposible identificarse con ninguno de los dos estados”.

José Jiménez Lozano concluye: “Por mi parte pienso que Shakespeare tenía un talante más bien papista, que amaba la belleza y la vida en todas sus manifestaciones, que era una especie de Rubens literario, para entendernos”. Gene Fendt nos recuerda que “el Renacimiento está mucho más cerca de la Edad Media que la Modernidad de cualquiera de ambos. Es más correcto, por tanto, leer a Shakespeare a la luz de Tomás de Aquino que a la de Freud, Jung, Lacan, Foucault y todos los demás”. Rafael Argullol lo considera el gran albacea, junto a Montaigne, del Renacimiento que arrancó con Giotto y Dante. Shakespeare defiende ese patrimonio, en grave peligro en aquellos tiempos de gran crisis cultural, moral y religiosa.

No se le puede entender, por tanto, sin su herencia, ni desgajado de su tiempo convulso. Según Oscar Wilde, hace falta comprender sus relaciones con el Renacimiento y la Reforma, con la escuela de Marlowe, con la situación de la puesta en escena en los siglos XVI y XVII, con el progreso de la lengua inglesa y con el teatro griego, entre otros mil requisitos.

Estando de acuerdo con Wilde, la encrucijada de su tiempo es especialmente importante. Shakespeare nos parece tan eterno que, sin darnos cuenta, podemos desarraigarlo de su época, olvidando que es, en realidad, sempiterno. Hunde sus raíces vivificantes en su siglo. Sus obras tenían una lectura política inmediata, a menudo poco más que sugerida, pero clave. Y no pasó desapercibida a su más ilustre contemporánea, la reina Isabel I. Ésta confesó a William Lambarde: “I am Richard II. Know ye not that?”, esto es, “Yo soy Ricardo II, ¿no te has dado cuenta?”.

A propósito, Ricardo II con las dos partes de Enrique IV y con la apoteosis de Enrique V forman un ciclo épico que sólo el despliegue posterior del genio shakesperiano puede haber eclipsado. Si Shakespeare sólo hubiese escrito la Henriada, seguiría siendo uno de los grandes. Es un desgarrado estudio de la legitimidad de origen y de la de ejercicio, una catártica reflexión sobre la culpa y la redención y hasta un poema sobre las relaciones paterno-filiales. La lectura unitaria de las cuatro obras, como hace la magnífica serie de la BBC The Hollow Crown (2012), es obligada.

El profesor y articulista Paco Sánchez cuenta una anécdota impagable. Con otros profesores y alumnos de periodismo de la Universidad de Navarra, tuvo un encuentro con Ben Bradley, el mítico director del Washington Post que capitaneó el equipo de investigación del caso Watergate (Bob Woodward y Carl Bernstein). Los profesores decidieron aprovechar la ocasión para preguntarle a Bradlee qué haría él, si estuviera en su lugar, para formar mejor a los futuros periodistas. Bradlee contestó enseguida, sin dudar: “Hacerles leer todo Shakespeare”.

T.S. Eliot, que consideraba que William Shakespeare nos da la mayor amplitud posible de la experiencia humana, estaría de acuerdo. En Shakespeare asistimos a los vericuetos de la ambición, a la geometría de la envidia, a los trampantojos de la soberbia y a la herida de la debilidad, pero también a las delicias del amor, al alcance del perdón, al riesgo de la libertad, a la nobleza de la fidelidad y al humor que hiere y al que sana. Lo muestra todo.

Desde el 23 de abril de 1616 (según el calendario juliano) ha sido así, pero en un mundo como el actual donde se solapan las crisis históricas, morales y culturales, y donde –como en la Inglaterra elisabetiana– se impone un férreo pensamiento difuso, del que se hace muy difícil discrepar, la lectura de Shakespeare se torna más imprescindible aún. Lo que explica el interés creciente por su genio y figura. Los guionistas de series de moda, los traductores, las citas que no cesan, las polémicas alrededor de su biografía y de su pensamiento lo dicen alto y, aunque tal vez subconscientemente, claro. Lo necesitamos. Buscamos su luz sobre nuestro caos oscuro.


Aceprensa

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