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lunes, 4 de abril de 2016

El Papa promueve una colecta para "aliviar el sufrimiento" de los ucranianos

Durante la Misa de la Divina Misericordia, Francisco ha instado a los fieles a llevar consuelo y ternura a "una humanidad continuamente herida y temerosa”.

El Papa Francisco ha anunciado la organización de una colecta especial en todas las Iglesias católicas de Europa el domingo 24 de abril, para destinar como ayuda humanitaria a quienes viven "el drama de las consecuencias de la violencia en Ucrania".

Francisco realizó este anuncio durante la ceremonia del rezo del Regina Coeli y la misa que ofició en San Pedro dedicada a la "Divina Misericordia".

"En este día, que es como el corazón de este Año Santo de la Misericordia, mi pensamiento va a todas las personas que más sed tienen den reconciliación y da paz", comenzó su mensaje.
Entonces Francisco recordó sobre todo "el drama de quien sufre las consecuencias de la violencia en Ucrania".

El Papa ha invitado a los fieles a "una generosa donación" en esa colecta. "Un gesto de caridad que además de aliviar los sufrimientos materiales, quiere expresar mi cercanía y solidaridad y la de toda la iglesia a Ucrania", deseó.

Asimismo, realizó un nuevo llamamiento para que esto pueda ayudar a promover sin falta "la paz y el respeto del derecho en esta tierra que tanto ha sufrido". 

Antes, el Papa Francisco instó a los fieles a llevar consuelo y ternura a "una humanidad continuamente herida y temerosa, que tiene las cicatrices del dolor y de la incertidumbre", durante la misa en ocasión de la celebración de la Divina Misericordia en la Plaza de San Pedro.

La misa de sirvió también para celebrar ante las cerca 20.000 personas reunidas en la plaza el Jubileo de los devotos de la Espiritualidad de la Divina Misericordia, una festividad que instituyó el Papa San Juan Pablo II.

En su homilía, Francisco invitó a los fieles a realizar gestos de misericordia "realizando las obras corporales y espirituales, que son el estilo de vida del cristiano".

Éstas fueron sus palabras en la Homilía:

«Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos» (Jn 20,30). El Evangelio es el libro de la misericordia de Dios, para leer y releer, porque todo lo que Jesús ha dicho y hecho es expresión de la misericordia del Padre. Sin embargo, no todo fue escrito; el Evangelio de la misericordia continúa siendo un libro abierto, donde se siguen escribiendo los signos de los discípulos de Cristo, gestos concretos de amor, que son el mejor testimonio de la misericordia.

Todos estamos llamados a ser escritores vivos del Evangelio, portadores de la Buena Noticia a todo hombre y mujer de hoy. Lo podemos hacer realizando las obras de misericordia corporales y espirituales, que son el estilo de vida del cristiano. Por medio de estos gestos sencillos y fuertes, a veces hasta invisibles, podemos visitar a los necesitados, llevándoles la ternura y el consuelo de Dios. Se sigue así aquello que cumplió Jesús en el día de Pascua, cuando derramó en los corazones de los discípulos temerosos la misericordia del Padre, el Espíritu Santo que perdona los pecados y da la alegría.

Sin embargo, en el relato que hemos escuchado surge un contraste evidente: por una parte, está el miedo de los discípulos que cierran las puertas de la casa; por otro lado, el mandato misionero de parte de Jesús, que los envía al mundo a llevar el anuncio del perdón. Este contraste puede manifestarse también en nosotros, una lucha interior entre el corazón cerrado y la llamada del amor a abrir las puertas cerradas y a salir de nosotros mismos. Cristo, que por amor entró a través de las puertas cerradas del pecado, de la muerte y del infierno, desea entrar también en cada uno para abrir de par en par las puertas cerradas del corazón. Él, que con la resurrección venció el miedo y el temor que nos aprisiona, quiere abrir nuestras puertas cerradas y enviarnos. El camino que el Señor resucitado nos indica es de una sola vía, va en una única dirección: salir de nosotros mismos, para dar testimonio de la fuerza sanadora del amor que nos ha conquistado. Vemos ante nosotros una humanidad continuamente herida y temerosa, que tiene las cicatrices del dolor y de la incertidumbre. Ante el sufrido grito de misericordia y de paz, escuchamos hoy la invitación esperanzadora que Jesús dirige a cada uno de nosotros: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (v. 21).

Toda enfermedad puede encontrar en la misericordia de Dios una ayuda eficaz. De hecho, su misericordia no se queda lejos: desea salir al encuentro de todas las pobrezas y liberar de tantas formas de esclavitud que afligen a nuestro mundo. Quiere llegar a las heridas de cada uno, para curarlas. Ser apóstoles de misericordia significa tocar y acariciar sus llagas, presentes también hoy en el cuerpo y en el alma de muchos hermanos y hermanas suyos. Al curar estas heridas, confesamos a Jesús, lo hacemos presente y vivo; permitimos a otros que toquen su misericordia y que lo reconozcan como «Señor y Dios» (cf. v. 28), como hizo el apóstol Tomás. Esta es la misión que se nos confía. Muchas personas piden ser escuchadas y comprendidas. El Evangelio de la misericordia, para anunciarlo y escribirlo en la vida, busca personas con el corazón paciente y abierto, “buenos samaritanos” que conocen la compasión y el silencio ante el misterio del hermano y de la hermana; pide siervos generosos y alegres que aman gratuitamente sin pretender nada a cambio.

«Paz a vosotros” (v. 21): es el saludo que Cristo trae a sus discípulos; es la misma paz, que esperan los hombres de nuestro tiempo. No es una paz negociada, no es la suspensión de algo malo: es su paz, la paz que procede del corazón del Resucitado, la paz que venció el pecado, la muerte y el miedo. Es la paz que no divide, sino que une; es la paz que no nos deja solos, sino que nos hace sentir acogidos y amados; es la paz que permanece en el dolor y hace florecer la esperanza. Esta paz, como en el día de Pascua, nace y renace siempre desde el perdón de Dios, que disipa la inquietud del corazón. Ser portadores de su paz: esta es la misión confiada a la Iglesia en el día de Pascua. Hemos nacido en Cristo como instrumentos de reconciliación, para llevar a todos el perdón del Padre, para revelar su rostro de amor único en los signos de la misericordia.

En el Salmo responsorial se ha proclamado: «Su amor es para siempre» (117/118,2). Es verdad, la misericordia de Dios es eterna; no termina, no se agota, no se rinde ante la adversidad y no se cansa jamás. En este “para siempre” encontramos consuelo en los momentos de prueba y de debilidad, porque estamos seguros que Dios no nos abandona. Él permanece con nosotros para siempre. Le agradecemos su amor tan inmenso, que no podemos comprender. ¡Es tan grande! Pidamos la gracia de no cansarnos nunca de acudir a la misericordia del Padre y de llevarla al mundo; pidamos ser nosotros mismos misericordiosos, para difundir en todas partes la fuerza del Evangelio, para escribir aquellas páginas del Evangelio que el Apóstol Juan no ha escrito.

Posteriormente, el Santo padre rezó el Regina Coeli:

En este día, que es como el corazón del Año Santo de la Misericordia, mi pensamiento se dirige a todos los pueblos que tienen tanta sed de reconciliación y de paz. Pienso, de manera particular, en el drama de quien padece las consecuencias de la violencia en Ucraina: en aquellos que permanecen en las tierras transtornadas por las hostilidades que han causado ya varios miles de muertos, y en aquellos – más de un millón – que han sido empujados a abandonarlas por la grave situación que continúa. Las víctimas implicadas son sobre todo ancianos y niños. Además de acompañarlos con mi constante pensamiento y con mi oración, he decidido promover una acción de apoyo humanitario a su favor. Con tal fin tendrá lugar una colecta especial en todas las iglesias católicas de Europa el próximo domingo 24 de abril. Invito a los fieles a unirse con una generosa contribución a esta iniciativa del Papa. Este gesto de caridad, además de aliviar los sufrimientos materiales, quiere expresar a Ucrania mi personal cercanía y solidaridad y la de la entera Iglesia. Deseo vivamente que esto pueda ayudar a promover sin posteriores retrasos la paz y el respeto al derecho en aquella tierra tan probada.

Y mientras rezamos por la paz, recordamos que mañana se celebra la Jornada Mundial contra las minas antipersona. Muchas personas continúan siendo asesinadas o mutiladas por estas terribles armas, y valientes hombres y mujeres arriesgan sus vidas desinfestando los terrenos minados. ¡Renovemos el compromiso por un mundo sin minas!

Finalmente, dirijo mi saludo a todos ustedes que han participado en esta celebración, de forma particular a los grupos que cultivan la espiritualidad de la Divina Misericordia. Todos juntos nos dirigimos en oración a nuestra Madre.
cope.es

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