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viernes, 23 de junio de 2017

‘Hay que poner el teléfono en modo avión y aprender a disfrutar de nuestros hijos’

Entrevista a la autora de ‘Educar en el asombro’ y ‘Educar en la realidad’.
Catherine L’Ecuyer es canadiense, afincada en Barcelona y madre de 4 hijos. Es máster por IESE Business School y máster Europeo Oficial de Investigación. En Canadá, ha trabajado como Senior Council en una empresa de telecomunicaciones. En España ha dado clases en la universidad y ha sido consultora en diversas empresas como Abertis y Pepsi. La revista suiza Frontiers in Human Neuroscience publicó su artículo The Wonder Approach To Learning, que convierte su tesis en una nueva hipótesis/teoría de aprendizaje.
Colabora actualmente con el grupo de investigación Mente-Cerebro de la Universidad de Navarra y con Radio Nacional de España (RNE). Su blog lleva más de medio millón de visitas. En 2015, recibió el Premio Pajarita de la Asociación Española de Fabricantes de Juguetes por promocionar la cultura del juego en los medios de comunicación y fue invitada como ponente ante la Comisión de Educación del Congreso de los Diputados de España.

Es autora de Educar en el asombro (19ª edición), bestseller educativo de los últimos años según la revista Magisterio, y de Educar en la realidad (4ª edición), sobre el uso de las nuevas tecnologías en la infancia y en la adolescencia.
Tu filosofía se basa en la educación en el asombro y en el apego. ¿Por qué?
El asombro es el “deseo de conocer”. Si observamos a un niño pequeño, vemos que nace con el deseo de conocer. No hace falta motivar a un niño para que vaya investigando los enchufes o tirando de los manteles. Curiosamente los niños necesitan, a partir de los 18 meses, una base de exploración desde la cual van calibrando la realidad. La literatura lo llama “figura de apego”. El niño triangula entre el mundo y esa persona para entender el mundo. Eso ocurre cuando el niño es capaz de hablar y, al encontrarse con un caracol por primera vez, dice “¡Mira, mamá!”. De hecho, Rachel Carson decía que el niño necesita, para asombrarse, a otro adulto capaz de asombrarse con él. Los niños interiorizan el mundo a través de nuestra mirada.
¿Cómo lo hacemos?
Para poder asombrarse, el niño necesita que el entorno se ajuste a lo que reclama su naturaleza: a sus ritmos internos, a sus etapas de la infancia, a su sed de misterio, de belleza. Un niño sobreestimulado con un entorno que no se ajusta a su ritmo interno pasa a dejar de desear “desde dentro”, se vuelve pasivo y pasa a depender de esos estímulos externos. Ahí es cuando pueden entrar en juego las adicciones y la desmotivación en ausencia de dichos estímulos artificiales. Por lo tanto, menos pantallas y más relaciones interpersonales, menos consumismo y más austeridad, menos ruido y más silencio.
¿No le damos suficiente afecto a nuestros niños?
El mejor juguete para un niño son sus padres. Lo que ocurre es que nosotros mismos vivimos en un mundo que no se ajusta a nuestros ritmos, y nos falta el tiempo para poder estar con nuestros hijos. No se trata de estar haciendo cosas con ellos sin parar, se trata de regalarles miradas y de escucharles, de estar disponibles. Hay que simplificar el montaje del fin de semana. Decía Leornardo da Vinci que la sencillez es la última sofisticación. Menos cosas y planes y más tiempo para compartir. ¿Qué es lo más valioso hoy para compartir con nuestros hijos? Nuestra atención. La atención es el barómetro de nuestro amor, decía Pablo D’Ors, la forma más pura de generosidad, decía Simon Weil. Así que hay que poner el teléfono en modo avión y aprender a disfrutar de ellos.
Vivimos en una época en la que la tecnología lo es “todo”
Dentro de unos años, estaremos de vuelta de ese paradigma. En muchos otros países desarrollados ya están quitando las tabletas de las aulas, advirtiendo de los peligros que pueden conllevar las nuevas tecnologías en mentes inmaduras (inatención, adicciones, impulsividad, pérdida de oportunidades de relaciones interpersonales, etc.) y por lo tanto ya no ven el cambio tecnológico con una actitud de fascinación casi apocalíptica, que interpreta ese cambio como radicalmente determinante y revelador del futuro. Con el tiempo, ganaremos en perspectiva y veremos, basándonos en los estudios académicos, que la competencia digital está sobrevalorada. No existen estudios que asocien esa competencia con una mejora de los resultados académicos o de las oportunidades laborales. De hecho, la tecnología está programada para la obsolescencia, y por lo tanto, lo que uso hoy, no me servirá mañana. La tecnología en la educación es una especie de burbuja que tarde o temprano explotará. Yo siempre digo que el mayor error ha sido vender a los padres que la educación para el uso de las nuevas tecnologías consiste en adelantar la edad de uso. Es todo lo contrario, hay que atrasarlo al máximo, porque la mejor preparación para el mundo digital es el mundo real. Las nuevas tecnologías son maravillosas, pero en mentes preparadas para usarlas, y esa preparación no ocurre dando un dispositivo al niño que no está preparado para usarlo.
¿Cómo salimos de ahí? ¿Cómo les sacamos de esa inercia?
Si los niños tienen un dispositivo electrónico, es porque se lo hemos dado. Si ellos buscan conectarse en secreto, es porque no hemos sabido darles oportunidades lo suficientemente atractivas o porque carecen de alternativas. La solución parece utópico, pero no lo es. Si le damos la oportunidad a un niño de 10 años de decidir si estar conectado con el móvil todo el día, o ir a pescar con sus padres, ¿qué decidirá? Estar con sus padres, sin duda. Conozco a cientos de familias que educan a sus hijos pequeños en el mundo 100% real, no digital, y es posible conseguir que esos niños no se sientan raros. ¿Qué es “ser raro”? ¿No ser normal? ¿Qué es ser normal? ¿Quién pone la norma de lo que se ha de hacer o no? ¿Para qué necesita conexión a internet un niño de 8 años? ¿Desde cuándo “ser normal” es tener un teléfono inteligente con 8 años? ¿Quién decidió eso? ¿Las estadísticas? Pues estamos para hacer las estadísticas, no para cumplirlas ciegamente.
Eres defensora de que el único aprendizaje sostenible del niño es descubrir el mundo por sí mismo y a su ritmo. ¿Cómo lo conseguimos?
Ojo, que hay que dejar que el niño vaya descubriendo a su ritmo en la escuela infantil, con una intervención mínima, que consiste en organizar el entorno de forma que respete la naturaleza del niño. Pero en la etapa de educación formal (desde los 7 años), la educación en el asombro no es incompatible con la trasmisión de conocimiento. De hecho, el asombro es el deseo de conocer. Sin conocimiento no hay deseo de conocer. Y el joven aprendiz necesita a una persona que le ayude a estructurar sus pensamientos y a conocer la realidad. No tenemos conocimientos infusos a priori; la educación es fruto del esfuerzo, de dejarse medir por la realidad.
¿Qué pasa con los controvertidos “deberes”?
Primero, es preciso matizar por edad. En infantil no debería haber deberes nunca porque no es etapa para la educación formal. En etapas ulteriores, el asunto de los deberes es un asunto que no se puede desvincular del contexto español. En muchos otros países, los padres terminan su jornada laboral cuando sus hijos salen del colegio, y todos disfrutan de una larga tarde juntos. En ese contexto, es posible plantear unos minutos de deberes, en función de la edad. Pero en España, el asunto de los deberes se complica debido a los horarios laborales. ¿Qué ocurre a las nueve de la noche, cuando un padre o una madre llega de trabajar y se encuentra al hijo pidiendo auxilio con el cuaderno de deberes en la mesa mientras cena? No solo el padre está agotado, sino también el hijo, porque lleva una larga carrera de extraescolares diseñadas para tenerle ocupado mientras sus padres trabajan. Los deberes, en ese contexto, son una invasión del colegio en el hogar, y amargan la vida familiar.
Hace poco se hizo viral un vídeo que mostraba la ocupada agenda de muchos niños y niñas muy pequeños: lunes y miércoles inglés después del cole, martes y jueves taekwondo, viernes danza... ¿les hacemos más perjuicio que beneficio?
Es terrible, pero lo hacemos porque trabajamos. Entonces, ¿cuál es la alternativa? Adaptar el horario laboral al horario de los colegios, como la gran mayoría de los países desarrollados. Sin duda, esa es la solución.
¿Qué consejo le darías a los padres de un niño o niña que acaba de cumplir los 3 años de edad?
No me gusta dar consejos. Explico lo que dicen los estudios sobre lo que requiere la naturaleza de nuestros hijos, y dejo que los padres tomen sus decisiones. Nadie puede juzgar a los padres. Si sus decisiones no son acertadas (a la luz de lo que indican los estudios académicos respecto a varios temas como pueden ser el uso de las tecnologías, la importancia del juego libre, etc.), será porque ellos carecen de información, no por mala fe. Lo natural en un padre es desear lo mejor para sus hijos. Por lo tanto, me limito a divulgar en mis libros, mi blog y mis entrevistas, lo que indican los estudios. Diría a los padres que ellos son los primeros educadores de sus hijos y, como tales nunca deberían abdicar esas tareas en manos de expertos, del colegio o de las estadísticas, dejando que esos últimos tomen decisiones para ellos. Es cierto que los niños volarán sus vuelos, pero mientras no saben volar por sí mismos, no podemos tirar la toalla de educar. Educar no es coartar la libertad de otro, es ayudarle a desear lo bello, a desear alcanzar la perfección de la que es capaz su naturaleza.
¿Y a un profesor de educación infantil?
Los niños tienen una inercia irresistible para aprender; no hace falta bombardearles con información. “Más es mejor” es una creencia que hizo mucho daño en la educación infantil, y está reconocida como un “mito” por toda la comunidad científica. Un neuromito es una mala interpretación de la literatura en neurociencia, aplicada a la educación. En la etapa infantil, lo que toca es el juego desestructurado, en un entorno preparado y que se ajuste a los ritmos internos del niño. Todo eso habría que recordárselo a los que diseñan las políticas educativas, y que tienden a adelantar cada vez más la etapa de la educación formal. En esas etapas, lo que cuenta es la relación interpersonal entre el niño y el maestro, y eso es difícil con ratios como los que tenemos. Estar con más de 20 niños varias horas al día, no solo es heroico desde el punto de vista del maestro, sino que, además, quita al niño lo que más necesita en esa etapa: una mirada que le ayude a interpretar el mundo. Los estudios nos indican que en esa etapa es más importante cuidar el ratio que la dotación tecnológica en las aulas. Ojala los criterios de los rankings de colegios reflejen esa realidad.
¿Es diferente en el caso de un profesor de primaria?
Su papel es de suma importancia. No estoy en contra de las evaluaciones objetivas, pero considero que, al margen de ellas, es más importante la llama del amor o del deseo para el conocimiento que el mero deseo de aprobar. En ese sentido, el profesor tiene un papel clave en mantener viva esa llama. A veces nos perdemos en llamados “métodos activos”. Creo que hemos llegado a una obsesión desproporcionada respecto a esas nuevas metodologías, poniendo nuestra fe y el destino de nuestros alumnos en ellas, como si fueran el fin en sí. Lo que marca la diferencia entre un aprendizaje activo y uno que no lo es, no es la “clase invertida” o el trabajo por proyecto, es el maestro. Un maestro conductista y mecanicista en un aula invertida, sigue siendo un maestro conductista. Y un maestro asombrado que ama su materia en una clase magistral sigue siendo un maestro asombrado, que llegará a asombrar a sus alumnos a través de su clase magistral.
Nos quedamos con la idea de que el asombro es el motor de los niños, pero también del mundo
Chesterton dijo: “El mundo nunca tendrá hambre de motivos para asombrase; pero sí tendrá hambre de asombro”. La educación en el asombro es un intento para dar la vuelta a la profecía de Chesterton para que, en el medio de tantas distracciones, nuestros hijos puedan otra vez asombrarse ante lo irresistible de la belleza de la realidad.
Entrevista de Zaida Sánchez

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