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domingo, 13 de agosto de 2017

El día del Señor: domingo 19º del T.O. (A)

El relato que acabamos de escuchar tiene un trasfondo eclesiológico innegable y posee una riqueza espiritual grande. Es de noche. La barca de Pedro peligra por el fuerte oleaje y un viento que le es contrario. El miedo se apodera de todos los que van en ella. El Señor aparece caminando sobre el peligro y creen que se trata de una ilusión. 
Pedro, que ha pedido a Jesús ir hasta Él, se hunde al ver la fuerza del viento y la agitación del mar y grita pidiendo ayuda. Jesús le reprocha su falta de fe. Al subir el Señor a la barca viene la calma y ellos, adorándolo, confiesan su divinidad.
A lo largo de su dilatada historia, la Iglesia ha vivido etapas en que los vientos no le eran favorables. También nosotros que somos sus hijos, pasamos por noches oscuras y por momentos en que vivir como Dios quiere resulta costoso, bien por la fuerza del viento de las propias pasiones, bien por el oleaje de una opinión pública contraria que nos atemoriza y frena nuestra adhesión a la doctrina del Señor. En nuestros días, los enemigos de la Iglesia o quienes no la conocen bien, no se preocupan ya de ocultar sus intenciones: se intenta construir una sociedad sin Dios. 

Para ello, no se ahorran esfuerzos y así nos vemos sometidos a un bombardeo audiovisual que hace que sean los ojos y no la razón iluminada por la fe, los que certifiquen lo que es o no es verdad. La prueba gráfica se presenta como irrefutable para muchos, cuando es un material manipulable y del que deberíamos desconfiar o, al menos, no aceptar sin contrastarlo. Mareados, como los discípulos en la barca, por tanta información interesada, la Iglesia y su doctrina aparecen a los ojos de muchos en esas imágenes como algo fantasmal, un espectro inquietante.
Es preciso que en medio de ese oleaje y del ruido de esos vientos contrarios que nos infunden temor, individuemos la voz tranquilizadora de Jesús: “¡Ánimo, soy Yo, no tengáis miedo!” “La Iglesia, enseña S. Agustín, camina entre las persecuciones de los mundanos y los consuelos de Dios”. No olvidemos que el Señor contempla esa brega nocturna de su Iglesia en medio del temporal de tantos apasionamientos ideológicos, culturales, políticos, sociales..., contrarios a su rumbo. 
S. Hilario, comparándola con una ciudad, habla del cuidado continuo de Dios sobre Ella: “El Señor es desde antiguo el atento guardián de esta ciudad: cuando protegió a Abrahán peregrino y eligió a Isaac para el sacrificio; cuando enriqueció a su siervo Jacob y, en Egipto, ennobleció a José, vendido por sus hermanos; cuando fortaleció a Moisés contra el Faraón y eligió a Josué como jefe del ejército; cuando liberó a David de todos los peligros... cuando rogó al Padre diciendo: Padre santo, guárdalos en tu nombre...; finalmente, cuando Él mismo, después de su pasión, nos promete que velará siempre por nosotros: Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Sobre el S.126).
¡Vivir de fe! Pedro caminó confiado sobre un mar furioso mientras hizo caso a Jesús, pero perdió pie y se asustó cuando miró la fuerza de las olas y el viento. También nosotros nos hundimos cuando dejamos de confiar en Dios y nos fijamos en las dificultades del ambiente. Pero Jesús no abandona si le llamamos. Pedro, al ver que se hundía, acudió al Maestro pidiendo ayuda, ayuda que no se hizo esperar: “Enseguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo: ¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?”
¡Llamemos al Señor como Pedro y recuperaremos la seguridad! La fe nace y crece en el trato con Dios, como ocurre entre nosotros. ¿Por qué o cuándo confiamos en alguien? Cuando le conocemos y advertimos que es alguien de quien nos podemos fiar. “La fe viene por el oído”, dice S. Pablo (Rm 10,17). Una fe madura requiere una catequesis continua, una familiaridad con la Escritura Santa por la oración y el estudio.

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