El evangelio de hoy nos muestra la misericordia asombrosa del Señor y una oración admirable: la del leproso que se le acerca. Aprendamos de él para implorar constantemente la ayuda del Señor. Acompaño mis reflexiones.
“Se acercó a Jesús un leproso...” En la 1ª Lectura hemos escuchado que “mientras le dure la lepra, seguirá impuro: vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento”. Por temor al contagio y a incumplir la Ley, las gentes, incluso los familiares, eludían su trato y se apartaban de él con miedo y repugnancia. Jesús, sin embargo, permitió que se acercara y, extendiendo la mano, le tocó para curarlo.
Los Padres de la Iglesia vieron en la lepra la imagen del pecado, tanto por su repugnancia como por la separación que ocasionaba entre quienes estaban cerca. El pecado va introduciendo en el corazón humano un principio de descomposición: el virus de la soberbia, la comodidad egoísta, la sensualidad... que poco a poco va agravando –como la lepra la piel humana- todo el comportamiento de la persona, tornándola molesta primero y repulsiva después, para familiares, amigos y conocidos.
Las flaquezas, errores y abusos deben llevarnos a acercarnos a Cristo en el Sacramento de la Confesión. Jesús aseguró que Él ha venido a por los pecadores: “Es médico y cura nuestro egoísmo, si dejamos que su gracia penetre hasta el fondo del alma. Jesús nos ha advertido que la peor enfermedad es la hipocresía, el orgullo que lleva a disimular los propios pecados. Con el Médico es imprescindible una sinceridad absoluta, explicar enteramente la verdad y decir: Domine, si vis, potes me mundare (Mt 8, 2), Señor, si quieres – y Tú quieres siempre-, puedes curarme” (San Josemaría Escrivá).
En el Salmo Responsorial hay un eco de la alegría que invadió a este leproso: Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado; dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito. Efectivamente, a pesar de que el Señor le encargó severamente que no se lo dijera a nadie, su alegría al verse curado no pudo guardársela y empezó a divulgar su curación con entusiasmo.
Sólo Dios puede eliminar la lepra del pecado y devolver a la criatura la salud perdida. “El perdón humano, por muy generoso que sea, nunca llega a disipar todas las sombras de la desconfianza. El recuerdo de la ofensa no se borra nunca definitivamente. Aún suponiendo que el que perdona pueda olvidar todo el mal y conceder de nuevo su confianza, el perdonado no podrá nunca olvidar su villanía. Le perseguirá siempre un sordo malestar y se encontrará incómodo ante la persona a la que ofendió” (G. Chevrot).
Cuando Dios perdona todo es distinto y mejor, como se ve en la acogida del Hijo pródigo o en ese mantener a Pedro al frente de su Iglesia a pesar de haberle negado delante de unos criados de casa grande. Dios perdona y permite que podamos sentirnos limpios, caminar con la cabeza bien alta y con el corazón rebosante de alegría y agradecimiento.
Levítico 13, 1-2. 44-46
El Señor dijo a Moisés y a Aarón: Cuando alguno tenga una inflamación, una erupción o una mancha en la piel, y se le produzca una llaga como de lepra, será llevado ante el sacerdote Aarón, o ante uno de sus hijos sacerdotes.
Se trata de un leproso: es impuro. El sacerdote lo declarará impuro de lepra en la cabeza.
El enfermo de lepra andará con la ropa rasgada y la cabellera desgreñada, con la barba tapada y gritando: «¡Impuro, impuro!». Mientras le dure la afección, seguirá siendo impuro. Es impuro y vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento.
Evangelio según San Marcos 1, 40-45
En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: «Si quieres, puedes limpiarme».
Compadecido, extendió la mano y lo tocó diciendo: «Quiero: queda limpio». La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente: «No se lo digas a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés».
Pero cuando se fue, empezó a pregonar bien alto y a divulgar el hecho, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en lugares solitarios; y aun así acudían a él de todas partes.
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