La alegría de la Cuaresma brota de la cercanía del Señor que nos quiere transformar. Seamos dóciles a sus inspiraciones.
La primera lectura recuerda el dolor del pueblo elegido en su exilio a Babilonia, y cómo fue liberado de la esclavitud para volver a Jerusalén gracias al rey Ciro. Ese rey, extranjero al pueblo judío, ejecuta la voluntad divina, lo que hace entrever la universalidad del plan de salvación (2 Cro 36,14-23).
Los acentos poéticos y dramáticos del Salmo expresan el sufrimiento del exilio: “Junto a los ríos de Babilonia, allí nos sentábamos y llorábamos, acordándonos de Sión” (Sal 137 [136], 1). La nostalgia de Sión, nombre primitivo de la acrópolis de Jerusalén, es anhelo de Dios. Se anuncia la Iglesia, abierta a todas las naciones, y Sión prefigura la nueva Ciudad de Dios: por misericordia divina viviremos en el Cielo por Cristo Jesús, como dice la segunda lectura (cf. Ef 2,4-10).
Del Cielo ha bajado el Hijo del hombre: el Evangelio de hoy recoge esa afirmación de Jesús, al contar el final de la visita que le hizo Nicodemo. Cristo compara la cruz con el mástil sobre el cual Moisés elevó la serpiente de bronce en el desierto como signo de salvación (cf. Nm 21, 4-9, interpretado como señal de misericordia por Sb 16, 7). Jesucristo será elevado en la Cruz. Desvela a Nicodemo el centro del misterio de la redención: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito” (Jn 3,16). El Señor proclama el carácter salvífico de la encarnación: el que cree en Él está salvado, entrará en el Cielo, en la vida eterna, “mediante la fe” (Ef 2,8). Rechazar la fe en Cristo es rechazar la salvación.
San Josemaría resume el misterio del Crucificado viendo a Jesús en la cruz “con el corazón traspasado de amor por los hombres”1. Su muerte de cruz es el signo del amor de Dios: es lo que atraerá a todos hacia Él.
Nicodemo había ido a ver a Jesús “de noche” (Jn 3,2): no pertenecía todavía a la luz. La luz, primer don del Creador, es fuente, condición y símbolo de toda vida; designa también la salvación y la alegría. Hasta hoy ningún científico ha podido decir qué es exactamente la luz. Pero el cristiano sabe quién es. Cristo es la Luz (Jn 8,12; 1 Jn1,6), se manifiesta en quien “obra según la verdad” y “viene a la luz” (Jn 3,21). Actuar en conciencia, discernir el mal del bien, es obrar conforme a la fe y abrirse al que vino “para que el mundo se salve por él” (Jn 3,17).
La antífona de entrada, sacada del profeta Isaías, compara a Dios consolando a los suyos como una madre que amamanta a sus hijos (cf. Is 66,11). Dios es Padre y nos ama con ternura de padre y de madre. El tono de alegría está resaltado de modo muy humano: la alegría necesita comunicarse. La alegría de la redención, y por lo tanto de la unión con Dios, es también la alegría de la unidad de los hombres entre sí.
En la Eucaristía, el Espíritu Santo nos da el amor para compartir la alegría de sabernos amados. Sonreír en el cansancio, envejecer con sentido del humor, evitar centrar muchas conversaciones sobre cosas tristes, disfrutar lo bueno de cada momento, no lamentarse si un niño despierta a todos con sus llantos por la noche, disfrutar de la compañía de los demás y vivir su vida como “un tiempo de encuentro”2 : la alegría es un modo de amar a los demás en Dios.
1 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid, 1994, n. 165.
No hay comentarios:
Publicar un comentario