El cortometraje de un párroco de Palermo recorriendo, bajo palio, las calles de su parroquia con el Santísimo expuesto en una Custodia, bien a la vista de todos, ha dado la vuelta al mundo.
Pocas personas se cruzan con él. Y algunas reaccionan verdaderamente como cristianos creyentes en la Presencia Real de Jesucristo en la Hostia Consagrada.
Unos se arrodillan a su paso, se persignan; otros quedan de pie, hacen reverencia y se santiguan. Ningún encuentro lamentable. El silencio convertido en oración llena el vacío de la ciudad.
El párroco quiere acercar la ternura de Cristo, la cercanía de Jesús, al sufrimiento de hombres y de mujeres que están librando una batalla para salir airosos de la epidemia.
Y todos se lo agradecen; quizá no tienen ocasión de decírselo personalmente; pero sus gestos hablan desde su corazón.
Ya comenté en otro artículo de hace un par semanas –La fuerza de un virus-, la capacidad que tienen estos acontecimientos imprevisibles y tan difíciles de dominar en un primer momento, para hacernos reflexionar un poco, y pararnos a pensar en las perspectivas, y el sentido de nuestras vidas.
Hoy me quedo ante la reacción de algunas personas, quizá con la mejor voluntad del mundo, que hablan del virus como si fuera “un castigo de Dios” por nuestros pecados, por la apostasía y abandono de la Iglesia que está teniendo lugar en varias partes del mundo.
NO. Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, no castiga.
¿Cómo puede castigar Dios que recibe, y vive, la muerte de su Hijo hecho hombre: que da su vida para redimirnos de nuestros pecados; y perdonarnos cuando le presentamos nuestro arrepentimiento y le pedimos perdón en el sacramento de la Reconciliación?
NO es un castigo, aunque algunas personas, basándose en “visiones” del infierno que hayan podido vivir personas intachables, y algunas en proceso de beatificación. Es una situación que nos pone delante de nuestra fragilidad, de las limitaciones de nuestra naturaleza y de nuestro sistema nervioso, y nos quita la vergüenza de pedir ayuda, de elevar nuestros brazos, nuestras oraciones, a los
brazos tendidos que el Señor abre para abrazarnos.
NO. Dios no nos castiga nunca. Somos nosotros quienes nos castigamos, y castigamos haciendo el mal a los demás, cuando no nos arrepentimos de nuestro pecado, cuando rechazamos la misericordia que nos ofrece Cristo en la Cruz y en la Resurrección, quienes nos condenamos al encerrarnos en nuestro egoísmo, en nuestra miseria, que es el peor castigo que nos podemos infligir.
En situaciones semejantes a las que ese microorganismo –coronavirus- está poniendo en un trance difícil a tantas personas, la reacción de un cristiano con fe, con esperanza, y con caridad, es mirar al Cielo; y pedir a Dios que nos conforte, que nos dé serenidad, que nos sostenga en la tribulación, y que nuestro corazón se abra más y más a las necesidades de los demás.
La Virgen María acogió a los apóstoles en un momento de desconcierto después de la muerte de Jesús. El Papa nos invita a dirigirnos a Ella: “Confiamos en ti, Salud de los enfermos…Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios…Líbranos de todo peligro, ¡Oh Virgen Gloriosa y Bendita! Amén,
ernesto.julia@gmail.com
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