La vieja expresión “ningún hombre es una isla” de repente adquirió un significado en nuestra conciencia colectiva que pocos podríamos haber imaginado
La pandemia de Covid-19 representa una amenaza muy grave para nuestra salud y nuestras economías, que hay que atajar de forma prioritaria. Pero también ofrece una oportunidad única para el crecimiento moral y el aprendizaje: arroja una luz penetrante sobre algunos aspectos de nuestra humanidad compartida que habían desaparecido de nuestro horizonte en las últimas décadas.
En particular, nuestra enorme vulnerabilidad ante el comportamiento y las elecciones de los demás, y la necesidad de un ethos compartido de cuidado mutuo y solidaridad para sustentar nuestra vida en común.
Las emergencias públicas, ya sea el huracán Katrina, la Segunda Guerra Mundial o la actual pandemia mundial, hacen que los ciudadanos pongan en práctica capacidades como el sacrificio y la solidaridad. La solidaridad se activa con más facilidad cuando nos damos cuenta que está en juego algo importante, como la salud −e incluso la vida− de nuestra familia, vecinos y conciudadanos. Muchos ciudadanos son capaces de comportarse a la altura de las circunstancias excepcionales de una emergencia nacional.
No obstante, en tiempos de normalidad, estas reservas de solidaridad, que los científicos sociales a menudo llaman ‘capital social’, pueden estancarse. En ausencia de una crisis pública de vida o muerte, fácilmente volvemos a nuestros viejos hábitos de consumismo superficial y la búsqueda obsesiva de éxito profesional.
No hay nada malo en disfrutar los bienes de consumo o tener ambición profesional. Sin embargo, la filosofía de la autosuficiencia y la autodeterminación individual que a menudo los acompaña puede hacernos creer que desarrollamos nuestros proyectos personales en una burbuja autónoma, ya sea la de mi familia, negocio o círculo cercano de amigos.
En medio de nuestra búsqueda de autorrealización personal, entretenimiento individualizado y éxito profesional, podemos pensar que nuestras vidas discurren por caminos paralelos a las de nuestros vecinos, unos al margen de otros.
Las formas modernas de individualismo, como el mito del “hombre hecho a sí mismo” (“self-mademan”) y la noción de los consumidores como “maximizadores de la utilidad”, han hecho invisible hasta qué punto nuestras opciones de vida dependen profundamente de las elecciones y proyectos vitales de nuestros vecinos.
Durante generaciones, el mito de la independencia y la autosuficiencia ha dado forma de manera implacable a las economías y culturas occidentales. Ha sido especialmente dominante entre los más jóvenes, quienes a menudo se ven obligados a tomar decisiones alejadas de cualquier tradición moral o religiosa.
Nos enseñan a creer que cada uno podemos forjar libremente nuestro perfil en redes sociales, carrera profesional y estilo de vida guiados solo por la máxima: “Sé fiel a ti mismo”. Que si dependemos de los demás, es más por elección que por estricta necesidad. En el pensamiento popular, la dependencia incluso se ha convertido en una palabra sucia, asociada con humillación e indignidad.
Entonces llegó el coronavirus. Y, de repente, se hizo más difícil creer en el mito de una vida autónoma, hecha a sí misma, libre de los lazos de la dependencia social. La vieja expresión “ningún hombre es una isla” de repente adquirió un significado en nuestra conciencia colectiva que pocos podríamos haber imaginado.
El coronavirus es una píldora difícil de tragar. Pero en medio de todo el sufrimiento y la incertidumbre que han surgido, este evasivo virus puede, irónicamente, traernos una vacuna, o al menos un antiviral, para la enfermedad progresiva del individualismo.
El potencial impacto devastador de este virus de transmisión social puede liberarnos de la falsa sensación de autosuficiencia que se ha incrustado durante décadas en la conciencia colectiva de las naciones occidentales.
Nos guste o no, cada uno de nosotros está integrado en una elaborada ecología social, y tanto si lo reconocemos como si no, nuestro bienestar personal depende íntimamente de la salud de la sociedad que nos acoge, así como del comportamiento de sus miembros.
Percibimos de manera dolorosa esa dependencia universal cuando vemos el colapso de los hospitales de Italia y España, las muertes de personal sanitario por falta de material de protección, y un trágico y acelerado número de muertes que podría haberse reducido en buena parte con medidas de distanciamiento social más responsables y una gestión más prudente y responsable de la crisis.
Esta pandemia genera incertidumbre, pero hay una certeza: jóvenes y viejos, ricos y pobres, todos estamos juntos en esto, y si no despertamos y hacemos lo que sea necesario para evitar que este virus consuma a nuestra sociedad, lo pagaremos muy caro, tanto en vidas como en desarrollo económico.
Confiemos en que esta extensa crisis nos saque de nuestra hibernación individualista y grabe en nosotros, tal vez como nunca antes en la memoria viva, nuestra dependencia mutua y la necesidad crítica de una ciudadanía con un sentido activo e inteligente del servicio público, la amistad cívica y la solidaridad.
David Thunder, Investigador 'Ramón y Cajal' del Instituto Cultura y Sociedad de la Universidad de Navarra
Fuente: Diario de Navarra.
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