La pandemia del coronavirus está dejando a su paso, junto a una estela de miles de muertos y millones de infectados, una interminable fila de estómagos vacíos. De personas que, perdido el trabajo como consecuencia del parón económico, se han quedado sin ingresos para hacer la compra y se ven abocadas a tocar a las puertas de iglesias y asociaciones benéficas para poder llevar algo a casa y encender la cocina.
En una reciente entrevista concedida a EFE, Miguel Fernández, director general de la Federación Española de Bancos de Alimentos (Fesbal), reveló que el número de personas que precisan la ayuda de esas instituciones –54 en todo el país– ha pasado de 100.000 a 130.000 al mes. Además, si en 2019 se repartían mensualmente 12 millones de kilos de comida que se canalizaban a través de organizaciones asistenciales, el volumen hoy es de 16 millones de kilos.
Pero acopiar y distribuir alimentos no es coser y cantar. El número de beneficiarios se ha disparado en muy poco tiempo, justo cuando la red de voluntarios de los bancos, compuesta en buena medida por jubilados, se ha visto mermada por la necesidad de muchos de ellos –personas de la tercera edad, el grupo de mayor riesgo– de recluirse en sus casas, lo que obligó a varios bancos a echar el cierre o reducir sus operaciones.
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