Los autores consideran que la ley que regula la eutanasia, promovida por el Gobierno, es arbitraria, irrazonable y ciega
La eutanasia no tiene un fundamento constitucional expreso. El derecho a recibir la ayuda necesaria para morir podría ser, como mucho, un derecho extra o praeter constitutionem, puesto que nuestra Carta Magna no lo reconoce o proclama, como tampoco lo hace la Declaración Universal de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea o el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales.
Por ello, el preámbulo de la proposición de Ley Orgánica de regulación de la Eutanasia intenta encontrar la fundamentación constitucional de este pretendido derecho en un argumento que está muy en boca de todos los que, con mayor o menor permisividad en función del contexto, postulan el reconocimiento legal del mismo.
Dice este preámbulo que «la eutanasia conecta con un derecho fundamental de la persona constitucionalmente protegido como es la vida, pero que se debe cohonestar también con otros derechos y bienes, igualmente protegidos constitucionalmente, como son la integridad física y moral de la persona (art. 15 CE), la dignidad humana (art. 10 CE), el valor superior de la libertad (art. 1.1 CE), la libertad ideológica y de conciencia (art. 16 CE) o el derecho a la intimidad (art. 18.1 CE).
Cuando una persona plenamente capaz y libre se enfrenta a una situación vital que a su juicio vulnera su dignidad, intimidad e integridad, como es la que define el contexto eutanásico antes descrito, el bien de la vida puede decaer en favor de los demás bienes y derechos con los que debe ser ponderado, toda vez que no existe un deber constitucional de imponer o tutelar la vida a toda costa y en contra de la voluntad del titular del derecho a la vida. Por esta misma razón, el Estado está obligado a proveer un régimen jurídico que establezca las garantías necesarias y de seguridad jurídica».
El argumento, pues, se divide en dos partes, correspondientes a la naturaleza jurídica dual de la vida. Primero se la concibe como derecho subjetivo, y luego como valor o bien objetivo, para finalmente establecer que el bien decae ante el derecho en un contexto eutanásico. ¿Es esta conclusión constitucionalmente admisible?
Partiendo de la perspectiva del individuo, el legislador sitúa el derecho a la vida en el plano de la libertad de existencia, anclada en el principio general de libertad que informa todos los derechos fundamentales y en lo que el artículo 10.1 de la Constitución conoce como libre desarrollo de la personalidad, directamente asociado a la dignidad humana. Desde esta perspectiva subjetiva, el derecho a la vida es ante todo una esfera de libre actuación (agere licere) del individuo, que es respetada con la mera actitud abstinente del Estado y de los demás.
El ordenamiento jurídico adopta aquí una actitud de indiferencia moral con respecto al uso que el titular del derecho a la vida haga para sí de su libertad, y defiende el poder de autodeterminación de la persona que deriva de su dignidad, en la medida que cumpla con el mandato de convivencia básico de no dañar la libertad de los demás (alterum non laedere). Si, como dice el romano, a cada cual lo suyo, consecuentemente a cada vida su libertad, pues la libertad en virtud de la dignidad corresponde a todos.
En cita reciente de Javier Gomá, así lo arguye Giovanni Pico della Mirandola en su monumental Oratio, después denominada De la dignidad del hombre, poniendo en boca de Dios, después de la creación de Adán, lo siguiente: «No te he creado, oh Adán, ni un lugar determinado, ni una fisonomía propia, de modo que el lugar, la fisonomía, el don que tú escojas sean tuyos y los conserves según tu voluntad y tu juicio. La naturaleza de todas las otras criaturas ha sido definida y se rige por leyes prescritas por mí. Tú, que no estás constreñido por límite alguno, determinarás por ti mismo los límites de tu naturaleza, según tu libre albedrío, en cuyas manos te he confiado».
Esta dimensión del derecho a la vida como libertad de existencia implica lógicamente la disponibilidad de la propia existencia, y, en consecuencia, la facultad del individuo de decidir él mismo su propia muerte. En este sentido, el ordenamiento jurídico no prohíbe la autoprivación de la propia vida, ni mucho menos la configura como un deber, como sí hacen otros códigos fundamentados en una religión o en una determinada moral religiosa, sino que la considera, sencillamente, como un hecho, un acaecer natural, del que puede disponer espontáneamente el viviente en uso de su libertad.
El Estado no estaría, pues, legitimado a defender a uno contra sí mismo, a no ser que ello implique también, y sobre todo, la protección del otro, o, lo que es lo mismo, el mantenimiento de los estándares básicos de convivencia.
Esta excepción al dogma abstencionista del Estado conduce al segundo aspecto de la naturaleza jurídica de la vida, que es su dimensión axiológica, su ontología de valor digno de promoción y bien jurídico digno de protección.
Dado que lo más alto no puede sostenerse sin lo más bajo, la vida humana en sí misma, como puro hecho, como realidad, y con independencia de que sea sólo su titular quien disponga absolutamente de ella, fundamenta el ordenamiento jurídico. La vida es el sustrato del que brotan todos los predicados que el Derecho reconoce y atribuye a la persona: no puede hablarse de dignidad o de cualquier libertad sino basándose y apoyándose en la vida. Ésta significa, según el Tribunal Constitucional, el supuesto ontológico sin el cual los restantes derechos no tendrían existencia posible, es el quilómetro cero del Derecho, pues, como decían los antiguos, ex facto oritur ius, del hecho −de la vida, en este caso− nace el Derecho.
Así las cosas, si convenimos que el fin del Derecho es la temporalis tranquillitas civitatis o, como con mayor solemnidad proclama el preámbulo de nuestra Constitución, «establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien», la vida de los ciudadanos que constituyen la nación no puede serle indiferente al mismo Estado, sino todo lo contrario. Es absurdo que un instrumento de convivencia, como elementalmente es el Estado, promueva, por ejemplo, «las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas», según ordena el artículo 9.2 de la Constitución, y no promueva el hecho precedente a toda convivencia: la vida.
La vida humana es, en suma, un hecho jurídico primario, un urphänomen, como la nombraría Goethe. Y ello es así con independencia de que una persona, por muy penosas que sean las circunstancias que padezca, la perciba como indigna, pues el Derecho mismo se fundamenta, como reconoce el artículo 10.1 de nuestra Norma Suprema, en la inalienable dignidad ontológica inherente a toda vida humana, a la que repugna el concepto nazi de Lebensunwertes Leben, la distinción entre vidas dignas o no de ser vividas.
El Derecho debe, sí, basándose en la libertad de conciencia que precisamente deriva de la dignidad de esa persona, respetar su percepción de indignidad, pero no asumirla como propia.
Analizadas, pues, las dos naturalezas de la vida como derecho subjetivo y como valor objetivo, surge en la eutanasia una contradictio in terminis. Si bien es cierto que el Estado, justamente en respeto del derecho subjetivo a la vida de la persona, que se basa en su dignidad, no está legitimado para decidir sobre su íntimo desarrollo e imponer el deber de vivir, también lo es que debe velar por la vida de todos en cuanto que ésta constituye un bien en sí mismo, precisamente por su dignidad ontológica.
La proposición de Ley Orgánica de regulación de la Eutanasia resuelve esta contradicción, sin razonamiento alguno, por la prevalencia, sólo en un contexto eutanásico, de la vida en su dimensión individual de libertad de existencia sobre la vida en su dimensión axiológica de valor y bien digno de promoción y protección por el ordenamiento, al indicar que «el bien de la vida puede decaer en favor de los demás bienes y derechos con los que debe ser ponderado, toda vez que no existe un deber constitucional de imponer o tutelar la vida a toda costa y en contra de la voluntad del titular del derecho a la vida. Por esta misma razón, el Estado está obligado a proveer un régimen jurídico que establezca las garantías necesarias y de seguridad jurídica».
Para examinar si el Congreso de los Diputados, que es la institución que ha aprobado esta proposición, ha realizado un análisis racional y una ponderación razonable de los intereses en juego, el conflicto debe traducirse a términos jurídicos concretos. En este sentido, una cosa es la despenalización de la eutanasia, o aun el establecimiento de su impunidad de facto, como hace el artículo 143.4 del Código Penal, que respetaría la libertad de existencia en mayor o menor medida, y otra muy distinta es la creación de un derecho prestacional «que corresponde a toda persona que cumpla las condiciones exigidas a solicitar y recibir la ayuda necesaria para morir», conforme lo configura el artículo 1 de la proposición.
En este último caso, el Estado presta un servicio público a quien, cumpliendo con los requisitos de rigor y mediante el procedimiento oportuno, solicite en un contexto eutanásico su muerte. A tal ciudadano le asistiría entonces un derecho subjetivo a reclamar de los poderes públicos la muerte, y éstos tendrán el deber de matarlo o de prestarle la ayuda necesaria para que se mate.
Es más, tomando prestadas las ideas de Hanna Arendt, la muerte, mal absoluto, llega en la proposición a banalizarse, al incluir el artículo 13.1 de la proposición a la prestación de ayuda para morir en la cartera de servicios comunes del Sistema Nacional de Salud que regula el Real Decreto 1030/2006, de 15 de septiembre, ocupando el mismo lugar que la medición de la agudeza visual y fondo de ojo o el apoyo a la deshabituación de tabaco.
En este estado de las cosas, la pregunta es clara: ¿tiene fundamento constitucional que el Estado preste el servicio de matar que la proposición configura como derecho subjetivo en un contexto eutanásico? Que la libertad de existencia reclame de los poderes públicos una actividad prestacional que es contraria a los valores objetivos que fundamentan el Estado y el ordenamiento jurídico propugna, como es la vida, implica que un instituto constitucional (el valor objetivo de la vida) será limitado por otro (el derecho subjetivo a la vida), lo que ha de superar un delicadísimo test de proporcionalidad, que abarca la constatación de: i) la existencia de un fin legítimo, y ii) la idoneidad, iii) la necesidad y iv) la proporcionalidad estricta de la medida limitadora de derechos o bienes con respecto al fin perseguido.
En principio, el fin que persigue la eutanasia es legítimo: garantizar la buena muerte, aliviar el sufrimiento de un paciente en garantía de su integridad física y moral, así como el respeto a su libertad de existencia.
Ahora bien, no puede ser proporcional una norma que no es idónea para acabar con el sufrimiento ni para garantizar la libertad del individuo sin ofrecerle otras opciones, puesto que, antes de prever siquiera otros servicios dirigidos a paliar el dolor o evitar el desamparo, se dirige directamente a procurar la muerte, y a la muerte aboca al sufriente, quien puede percibirla como su único remedio para evitar el dolor o para no cargar a aquellos de quien depende.
Tampoco es necesaria a la vista de que la experiencia y la lex artis corroboran que el aumento en calidad y cantidad de cuidados paliativos disminuye en mucho la decisión de una persona de acabar con su propia vida, y de que el mal absoluto e irreparable que causa, la muerte, es mayor que el que por otros medios se podría evitar, el dolor, y el derecho que se desea salvaguardar, la libertad.
Ni es, en fin, la norma proporcional en sentido estricto, en tanto que la armonía entre el valor objetivo que la vida constituye, y la integridad física y moral y la libertad de existencia del enfermo, puede lograrse por otros medios mucho menos lesivos, como la prestación de cuidados paliativos de calidad o las prestaciones públicas de ayuda a personas dependientes.
La conclusión es, pues, clara: la proposición legislativa es arbitraria, irrazonable y ciega. El Estado en ningún caso puede imponer el deber de vivir, pero sí es una obligación pública grave proponer o invitar a vivir, lo que es incompatible con la prestación del servicio de la muerte, sobre el que puede cernirse la sombra de considerar que unas vidas son menos dignas que otras.
José Marí Olano es abogado del Estado y
José Marí-Olano de Gregorio es estudiante de Derecho y Humanidades.
Fuente: elmundo.es
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