En el evangelio del domingo pasado Jesús pedía extremar la caridad con los enemigos y los que nos odian (Lc 6,27-38). Con otra breve colección de dichos, el Maestro exige ahora el mismo grado de heroísmo en las situaciones cotidianas. Si hemos de vivir la comprensión y el perdón con aquellos que nos persiguen o desprecian, más aún debemos tratar con extremada delicadeza y humildad a quienes Dios ha puesto junto a nosotros.
En primer lugar, Jesús nos previene contra un peligro sutil y común en el trato con los demás: el progresivo olvido de los propios defectos, mientras centramos la atención en los defectos ajenos e incluso proyectamos en ellos los nuestros. Pero “¿acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?”. Está ciego para ayudar a los demás quien no lucha primero contra los propios defectos.
Con la hipérbole semítica de la “mota en el ojo ajeno y la viga en el propio” nos advierte el Maestro de esta manifestación de falta de humildad. Una mota en el ojo irrita mucho, impide ver y no se quita sin ayuda de otros. Pero mucha más ceguera y molestia supondría una viga entera; nos llevaría incluso a hacer el ridículo ante los demás que señalarían la evidencia de nuestros propios defectos.
La solución a este peligro es clara: examen personal, humilde y exigente, y comprensión llena de caridad hacia los demás. Así explicaba san Josemaría la actitud que Jesús nos pide: “Cada uno de nosotros tiene su carácter, sus gustos personales, su genio –su mal genio, a veces– y sus defectos. Cada uno tiene también cosas agradables en su personalidad, y por eso y por muchas más razones, se le puede querer.
La convivencia es posible cuando todos tratan de corregir las propias deficiencias y procuran pasar por encima de las faltas de los demás: es decir, cuando hay amor, que anula y supera todo lo que falsamente podría ser motivo de separación o de divergencia. En cambio, si se dramatizan los pequeños contrastes y mutuamente comienzan a echarse en cara los defectos y las equivocaciones, entonces se acaba la paz y se corre el riesgo de matar el cariño”. (San Josemaría, Conversaciones 108).
El Señor nos habla también de guiar a los ciegos. A un ciego no le vale recibir orientación de otro ciego, aunque este tuviera una intención generosa; los ojos sellados necesitan tener cerca unos ojos sabios, que puedan ver la senda con claridad. Y aquella ciencia imprescindible para guiar a otros no se alcanza por generación espontánea: el Espíritu Santo, al asistirnos, cuenta también con nuestro propia preparación para llevar a cabo la misión.
Una mirada de fe que nos permita «guiar» con sabiduría a otras personas se adquiere con una formación adecuada. Así lo expresaba el profeta Isaías: «discite benefacere» (Is 1,17), aprended a hacer el bien; es inútil que una doctrina sea maravillosa y salvadora, si no hay hombres capacitados que la lleven a la práctica.
«Les dijo también una parábola: —¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? No está el discípulo por encima del maestro; todo aquél que esté bien instruido podrá ser como su maestro.» ¿Por qué te fijas en la mota del ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: «Hermano, deja que saque la mota que hay en tu ojo», no viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo? Hipócrita: saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás con claridad cómo sacar la mota del ojo de tu hermano.» Porque no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni tampoco árbol malo que dé buen fruto. Pues cada árbol se conoce por su fruto; no se recogen higos de los espinos, ni se vendimian uvas del zarzal. El hombre bueno del buen tesoro de su corazón saca lo bueno, y el malo de su mal saca lo malo: porque de la abundancia del corazón habla su boca..» (Lucas 6, 39-45)
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