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sábado, 12 de noviembre de 2022

Domingo 33º del T.O. (C)

Las verdades eternas avivan nuestra esperanza y nos impulsan a realizar amorosamente nuestras tareas ordinarias. Acompaño mis reflexiones.

En estos últimos domingos, la liturgia nos invita a meditar los novísimos del hombre, en su destino más allá de la muerte. La vida es muy corta y el encuentro con Jesús está cercano; un poco más tarde tendrá lugar su venida gloriosa y la resurrección de los cuerpos. 

Algunos cristianos de la primitiva Iglesia juzgaron como inminente esta llegada gloriosa de Cristo. Pensaron que el fin de los tiempos estaba cerca y por eso, entre otras razones, descuidaron su trabajo y andaban muy ocupados en no hacer nada y metiéndose en todo. Dedujeron que no valía la pena, dada su precariedad, meterse de lleno en los asuntos de aquí abajo. 

Por eso, San Pablo les llama la atención, como leemos en la Segunda lectura de la Misa, y les recuerda su propia vida de trabajo entre ellos, a pesar de su intensa labor; les vuelve a repetir la norma de conducta que ya les había aconsejado: Cuando viví entre vosotros os lo dije: el que no trabaje, que no coma. Y a los que andan sin hacer nada les recomienda que trabajen para ganarse el pan.

Esto nos ayuda a estar desprendidos de los bienes que hemos de utilizar y a aprovechar el tiempo, pero de ninguna manera nos exime de estar metidos de lleno en nuestra propia profesión y en la entraña misma de la sociedad. Es más, con nuestros quehaceres terrenos, ayudados por la gracia, hemos de ganarnos el Cielo, trabajando con intensidad para dar gloria a Dios, atender a la propia familia y servir a la sociedad a la que pertenecemos. 

Sin un trabajo serio, hecho a conciencia, cara a Dios, adecuado a las normas morales que lo hacen bueno y recto, es muy difícil, quizá imposible, santificarse en medio del mundo. Veamos hoy en la oración si estamos trabajando de esa manera. 

Toda construcción y toda seguridad humana es engañosa: "Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra". En este mundo todo pasa, sólo Jesucristo es lo permanente. De ahí que el Señor anime a los suyos a perseverar en la búsqueda de la salvación eterna a pesar de las resistencias, los malos tratos, las persecuciones que, por el testimonio de una vida cristiana coherente, encuentren en el camino.

"Esta espera de un mundo nuevo -enseña el C. Vaticano II- no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra donde crece el cuerpo de la nueva familia humana" (GS 39).Habrá una oposición, en ocasiones muy fuerte, entre la verdad y la mentira, entre el servicio a los demás y la explotación de los más débiles, el amor y el egoísmo... "No tengáis pánico. Porque eso tiene que ocurrir primero", dice el Señor, pero el trabajo paciente y esperanzado impondrá al final su ley, y "ni un cabello de vuestra cabeza perecerá".

La revelación de que Dios nos creó para que trabajáramos (Cf Gen 2,15) y que con ese trabajo la criatura humana va santificándose y santificando la vida cotidiana, ha sido una constante en la predicación del fundador del Opus Dei: "El trabajo, todo trabajo, es testimonio de la dignidad del hombre, de su dominio sobre la creación. Es ocasión de desarrollo de la propia personalidad. Es vínculo de unión con los demás seres, fuente de recursos para sostener a la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que se vive, y al progreso de la Humanidad..., medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora" (S. Josemaría Escrivá).

La seriedad en el cumplimiento de los propios deberes no es una simple cuestión de honradez u ocasión de lucro egoísta y vanagloria, es un mandato divino. Ciertamente tenemos en nuestras manos, con ese trabajo, los intereses de muchos, su prestigio, sus economías, sus derechos, algunos -los médicos- su salud y sus vidas. No debemos hacer chapuzas. Pero como ese trabajo interesa a Dios, esa responsabilidad se agranda.

Con ese trabajo santificado y santificador, vamos colaborando con Dios en la progresiva implantación del Reino de Cristo. Reconociendo que el Reino de los cielos es esencialmente don y don al que se llega después de la muerte, se debe afirmar que, al fin de los tiempos, lo transformado no será un mundo cualquiera, sino este mundo, es decir, el mundo que ha sido conformado por el trabajo y el esfuerzo humano; en otras palabras, los cielos nuevos y la nueva tierra están, aunque oscura e imperfectamente, siendo preparados por el trabajo humano.

«Como algunos le hablaban del Templo, que estaba adornado con bellas piedras y ofrendas votivas, dijo: «Vendrán días en los que de esto que veis no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida. Le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo acontecerá esto y cuál será la señal de que comienza a suceder?». Él dijo: «Mirad no os dejéis engañar; pues muchos vendrán en mi nombre diciendo: Yo soy, y el momento esta próximo". No les sigáis. Cuando oigáis rumores de guerras y revoluciones, no os aterréis: porque es necesario que sucedan primero estas cosas, pero el fin no es inmediato. Se levantará pueblo contra pueblo y reino contra reino; habrá grandes terremotos y, hambre y peste en diversos lugares; habrá cosas aterradoras y grandes señales en el cielo. Pero antes de todas estas cosas os echarán mano y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, llevándoos ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre: esto os sucederá para dar testimonio. Determinad, pues, en vuestros corazones no tener preparado cómo habéis de responder; porque yo os daré palabras y sabiduría que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios. Seréis entregados incluso por padres y hermanos, parientes y amigos, y matarán a algunos de vosotros, y seréis odiados por todos a causa de mi nombre. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá. Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas» (Lucas 21,5-19).

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