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sábado, 4 de marzo de 2023

El día del Señor: 2º domingo de Cuaresma (A)

 

La Transfiguración nos habla de la cercanía de Dios y de la importancia de la oración. Acompaño mis reflexiones. 

En este segundo domingo de Cuaresma, nos trasladamos al monte Tabor para asistir al acontecimiento glorioso de la Transfiguración del Señor. Si en el desierto «vemos a Jesús plenamente hombre, que comparte con nosotros incluso la tentación», en el Tabor «lo contemplamos como Hijo de Dios, que diviniza nuestra humanidad». Sin embargo, a pesar del contraste, ambos sucesos anticipan el misterio pascual: «La lucha de Jesús con el tentador preludia el gran duelo final de la Pasión, mientras la luz de su cuerpo transfigurado anticipa la gloria de la Resurrección»(Benedicto XVI)

El desierto y el monte tienen en común que son lugares apartados, en donde reina la soledad. A ellos se retira Jesús, empujado por el Espíritu Santo, para orar con el Padre. La Sagrada Escritura nos muestra que en esos espacios, vacíos de ruido, Dios se revela de una manera especial. Por eso, todos necesitamos espacios y tiempos de silencio en los que, apagando los ruidos que nos envuelven, podamos propiciar un recogimiento interior en el que se escuche el susurro de Dios. «El silencio es capaz de abrir un espacio interior en lo más íntimo de nosotros mismos, para hacer que allí habite Dios, para que su Palabra permanezca en nosotros, para que el amor a Él arraigue en nuestra mente y en nuestro corazón, y anime nuestra vida»(Benedicto XVI)

Es normal sentir un cierto temor al silencio, porque nos exige entrar en nuestro interior para descubrir la verdad de nuestra existencia. Es normal, también, que al principio nos cueste bajar el nivel de ruido en esos momentos. Pero, cuando lo buscamos en medio del ajetreo diario, entre el ir y el venir tantas veces acelerado, estamos abriendo un camino a la presencia de Dios. El Señor espera muchas veces nuestro silencio para revelarse.

Algunos Padres pensaron que Jesús se fue a orar con los mismos testigos de Getsemaní, donde también se durmieron, para que el recuerdo de esta gloria que envuelve ahora a Jesús les sostuviese en el escándalo de la agonía. La presencia de Moisés y Elías conversando con Jesús sobre su muerte, les proporciona una prueba suplementaria de su divinidad. Lo que el pasado de Israel tenía de más divino, se inclinaba ante Jesús prestándole homenaje. Luego una nube cubrió y llenó de espanto a los discípulos que sabían cómo en el desierto del Sinaí una nube cubría también el Tabernáculo mientras la gloria de Dios penetraba en él (Ex 40,43) Esta presencia de dios en medio de su pueblo aparecía ahora otra vez, confirmando que Jesús era el Hijo de Dios al que debían escuchar. Ellos fueron testigos oculares de todo esto.

Tampoco nosotros deberíamos perder la fe y la esperanza cuando veamos a la Iglesia -que es Cristo a través del tiempo- insultada, criticada por sus enemigos o por quienes no la conocen. La Iglesia sufre también y es cubierta con el manto de burlas y desprecios que Jesús soportó en la celda de castigo de Pilato. También nosotros sufrimos por distintas causas y, como los discípulos, debemos estar advertidos.

Que Cristo mostrara a los suyos su gloria días antes de su humillante y atroz muerte, constituye una enseñanza a retener. Es como si Jesús quisiera que comprendiéramos que allí donde hay dificultades, sufrimientos, allí el cristiano labra su gloria definitiva. Sí, a todos los que atraviesen una situación penosa o encuentran una hostilidad debida a sus debilidades o a un ambiente refractario para las cosas de Dios, Él les dice: "Dichosos los que lloran porque ellos serán consolados" (Mt 5,4).

Se oyó la voz del Padre: "Éste es mi Hijo amado; escuchadlo". La escucha asidua y atenta de la Palabra de Dios por la lectura y la oración, nos ayudará a mantener la serenidad en las dificultades y a descubrir el trasfondo de gloria de Dios que hay en toda lucha por ser fieles a Cristo y a su Iglesia. Busquemos unos minutos al día para leer atenta y sosegadamente la S. Escritura, así no olvidaremos que el dolor, la deshonra, las críticas... no oscurecen la credibilidad de la Iglesia sino que la purifican como el fuego lo hace con el oro.

En aquel tiempo, Jesús toma consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con Él. Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: «Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».

Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: «Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle». Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Mas Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: «Levantaos, no tengáis miedo». Ellos alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo. Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos»” (Mt 17,1-9).

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