“El que come este pan vivirá para siempre”. Vivir es la máxima aspiración humana. Nuestro corazón no está hecho para la destrucción sino para la existencia, para lo verdadero, lo bello, lo amable, lo justo... Pero si Cristo no hubiera venido al mundo no habría esperanza de que esto pudiera ser una realidad, ya que la experiencia diaria convence al hombre -a veces de forma dolorosa- que la muerte es un hecho incuestionable, el aplastamiento total y sin remedio de toda esperanza terrena.
Por eso no hay mentira mayor que buscar un paraíso en la tierra. No hay engaño mayor que el de quien trabaja por una justicia, una paz, un orden que no esté basado en Cristo.
En esta vida todo se acaba, todo está sujeto a la ley de la caducidad. Llegará un momento en que, con dolor, nos despediremos de los seres queridos, y de todo aquello por lo que, noblemente, nos hemos esforzados aquí en la tierra. Esta realidad sombría que perturba la modesta dicha de algunos, para los cristianos significará el comienzo de la visión de Dios si velos, cara a cara, “porque le veremos tal cual es” (1 Jn 3, 2), gracias a la Eucaristía.
El Cuerpo y la Sangre del Señor, es lo que nos permite traspasar el umbral de esta vida sin congoja e ingresar allí donde Dios enjugará las lágrimas de nuestros ojos y donde no habrá muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor, porque todo lo anterior ya pasó” (Apoc 21, 4).
El Papa León XIII, refiriéndose a esta dimensión escatológica de la Eucaristía, dijo: “Esta Hostia Divina inocula en el cuerpo frágil y destinado a la muerte, la futura resurrección, porque el Cuerpo Glorioso de Cristo incrusta un germen de inmortalidad que un día se desarrollará. La Iglesia en todo tiempo creyó que se otorgará este don al alma y al cuerpo apoyándose en aquellas palabras de Jesús: “Este es el pan que ha bajado del cielo, no como el maná del que comieron vuestros padres en el desierto y murieron, quien come de este pan vivirá eternamente”.
El cristiano cuando recibe a Jesucristo en la Eucaristía, tiene la vida de Cristo. “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Igual que el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así, el que me come vivirá por mí”. En consecuencia, tiene una fuerza interior, sobrenatural, para no claudicar cuando se abre el apetito de las malas pasiones que suelen presentarse con formas y colores atractivos, y, como el Señor,”pensar que “no solo de pan vive el hombre”; y que es en este sagrado convite donde está el alimento “que perdura hasta la vida eterna” (Jn 627).S. Cirilo de Alejandría enseñaba que la Eucaristía “tiene la fuerza de alejar no sólo la muerte, sino también nuestras debilidades. En efecto, al habitar en nosotros, adormece la ley de la carne que actúa en nuestros miembros y estimula nuestra piedad hacia Dios. Cuando comemos un alimento, no nos convertimos en él sino que lo asimilamos y pasa a formar parte de nuestro cuerpo. En la Comunión Eucarística, enseña S. Agustín, ocurre justamente al revés: “No serás tu quien me asimile, sino que seré Yo quien te asimile”. “Nosotros resucitaremos, afirma S. Cirilo de Alejandría, porque Cristo está en nosotros con su misma carne; más aún, es imposible que la Vida no vivifique a aquellos en los que está”.
“Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Esta promesa del Señor se cumple en la Eucaristía. Cuando comulgamos, Dios está con nosotros, dentro de nosotros. Ella es también la garantía de la vida eterna, esa aspiración del corazón humano tan hondamente sentida.
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