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lunes, 13 de julio de 2020

‘Mi tiempo en prisión’

El cardenal George Pell detalla su vivencia de 13 meses de cárcel
El cardenal George Pell, prefecto emérito de asuntos económicos en el Vaticano, pasó 13 meses en prisión en Australia considerado culpable de abusos sexuales a 2 menores, hasta que por unanimidad los 7 jueces del Tribunal Supremo australiano decretaron que no había pruebas para mostrar su culpabilidad.
En el presente artículo, publicado en el sitio web firstthings.com, detalla su vivencia de 13 meses de cárcel:
«Hay un montón de bondad en las cárceles. A veces −estoy seguro−, las cárceles pueden ser un infierno en la tierra. Yo he tenido la suerte de mantenerme a salvo y ser tratado bien. Me ha impresionado la profesionalidad de los celadores, la fe de los prisioneros y la existencia de un sentido moral incluso en los lugares más oscuros.

Estuve en régimen de aislamiento 13 meses, 10 en la prisión de evaluación de Melbourne y 3 en la prisión de Barwon. En Melbourne, el uniforme de la prisión era un chándal verde, pero en Barwon usé el “rojo brillante” de cardenal. Me habían condenado en diciembre de 2018 por supuestos antiguos delitos sexuales contra niños, a pesar de mi inocencia y a pesar de la incoherencia del caso del Fiscal de la Corona en mi contra. Finalmente (en abril de este año) el Tribunal Superior de Australia anuló mi condena con fallo unánime. Mientras tanto, tuve que empezar a cumplir la sentencia de 6 años.
En Melbourne, viví en la celda 11, unidad 8 del 5º piso. Mi celda tenía unos 7 u 8 metros de largo por 2 de ancho, lo suficiente para la cama, fijada al suelo, un colchón no muy grueso y dos mantas. A la izquierda, al entrar, había estantes bajos con una máquina para calentar agua, una televisión y un sitio para comer. Al otro lado del estrecho pasillo había un lavabo con agua caliente y fría y una ducha con buena agua caliente. A diferencia de muchos hoteles elegantes, había una estupenda lámpara de lectura en la pared sobre la cama. Como me habían operado ambas rodillas un par de meses antes de ingresar en prisión, inicialmente usé un bastón y me dieron una silla de hospital más alta, que fue una bendición. Las normas de salud requieren que cada prisionero pase una hora fuera al día, por lo que en Melbourne se me permitió salir dos medias horas. En ninguna parte de la Unidad 8 había cristal transparente, por lo que desde mi celda solo podía reconocer el día de la noche, pero poco más.
Nunca vi a los otros once prisioneros. Sí los escuché. La Unidad 8 tenía doce celdas pequeñas a lo largo de un pasillo, con los prisioneros “ruidosos” en un extremo. Estuve en el extremo “Toorak”, llamado así por un barrio rico de Melbourne, exactamente igual que el extremo ruidoso, pero generalmente sin golpes ni gritos, y sin angustiados ni amargados, que a menudo habían sido destruidos por las drogas, especialmente metanfetamina. Solía asombrarme por la cantidad de tiempo que podían golpear con los puños, pero un guardia me aclaró que pateaban con los pies como caballos. Algunos inundaron sus celdas o las ensuciaron. De vez en cuando se llamaba al escuadrón de perros, o alguien tenía que ser gaseado. En mi primera noche creí escuchar a una mujer llorando; otro prisionero llamaba a su madre.
Estuve en aislamiento por mi propia protección, ya que los condenados por abuso sexual a niños, especialmente del clero, son vulnerables a ataques físicos y abusos en la prisión. Me amenazaron solo una vez, cuando estaba en una de las dos áreas de ejercicio, separadas por un muro alto, con una abertura a la altura de la cabeza. Mientras caminaba por el perímetro, alguien me escupió a través de la abertura y empezó a insultarme. Fue una sorpresa enorme, y regresé furioso a la ventana para enfrentar a mi agresor y reprenderlo. Se ocultó de mi vista, pero siguió con insultos del tipo “araña negra” y otros menos elegantes. Después de la reprimenda inicial, me quedé tranquilo, pero luego me quejé de que no saldría a hacer ejercicio si ese tipo iba a estar al otro lado. Al día siguiente el supervisor de la unidad me dijo que el joven delincuente había sido trasladado, por haber hecho “algo peor” a otro preso.
En pocas ocasiones, durante el largo encierro desde las 4:30 de la tarde a las 7:15 de la mañana, algunos presos en la Unidad 8 me insultaron. Una tarde, escuché una feroz discusión sobre mi causa. La opinión sobre mi inocencia o culpabilidad estaba dividida entre los prisioneros, como en la mayoría de los sectores de la sociedad australiana, aunque los medios de comunicación, con algunas espléndidas excepciones, fueron muy hostiles. Un corresponsal que pasó décadas en prisión escribió que yo era el primer sacerdote condenado del que había oído hablar que tuviera apoyo entre los prisioneros. Y en la Unidad 3 de Barwon solo recibí amabilidad y amistad de mis tres compañeros de prisión. La mayoría de los carceleros de ambas prisiones reconocieron que yo era inocente.
La antipatía de los prisioneros hacia los autores de abuso sexual juvenil es universal en el mundo de habla inglesa, un ejemplo interesante de la ley natural que emerge en la oscuridad. Todos tenemos la tentación de despreciar a los que definimos como peores que nosotros. Hasta los asesinos comparten el desprecio hacia quienes violan a los jóvenes. Por irónico que sea, ese desdén no es del todo malo, ya que expresa una creencia en la existencia de lo correcto y lo erróneo, del bien y del mal, que en las cárceles suele aparecer de maneras sorprendentes.
Muchas mañanas en la Unidad 8 podía escuchar los cantos de oración de los musulmanes. Otras, los musulmanes estaban un poco flojos y no cantaban, aunque tal vez rezaban en silencio. El lenguaje en la prisión era tosco y repetitivo, pero rara vez escuché maldiciones o blasfemias. El prisionero al que consulté esto pensaba que era una muestra de fe, más que de ausencia de Dios. Además, sospecho que los prisioneros musulmanes no toleran la blasfemia.
Me escribieron presos de muchas cárceles, algunos con regularidad. Uno era el que había montado el altar cuando celebré la última misa de Navidad en la prisión de Pentridge en 1996, antes de que cerrara. Otro decía simplemente que estaba perdido y en la oscuridad. ¿Puedo sugerirle un libro? Le recomendé que leyera el Evangelio de Lucas y comenzara con la Primera Epístola de Juan. Otro era un hombre de profunda fe y devoto del Padre Pío de Pietrelcina. Soñaba que iba a ser liberado: resultó ser un tanto prematuro. Otro me dijo que había consenso entre los criminales de carrera de que yo era inocente y que me habían “enmarronado”, y añadió que era extraño que los delincuentes pudieran reconocer la verdad y los jueces no.
Al igual que la mayoría de los sacerdotes, mi trabajo me había puesto en contacto con una gran variedad de personas, por lo que los prisioneros no me sorprendieron demasiado. Los guardias fueron una agradable sorpresa. Algunos eran amigables, quizá uno o dos puedan ser hostiles, pero todos muy profesionales. Si hubieran estado en absoluto silencio, como estuvieron los guardias durante meses cuando el cardenal Thun estuvo en confinamiento solitario en Vietnam, la vida habría sido mucho más difícil. La hermana Mary O'Shannassy, encargada de la capellanía católica de Melbourne con 25 años de experiencia, y que hace un excelente trabajo −¡un hombre condenado por asesinato me dijo que le tenía un poco de miedo!−, reconoció que la Unidad 8 está bien dotada de personal y bien gestionada. Después de perder mi apelación ante la Corte Suprema de Victoria, pensé no apelar ante la Corte Suprema de Australia, razonando que si los jueces simplemente iban a cerrar filas, no quería cooperar en una farsa costosa. El jefe de la prisión de Melbourne, hombre mayor que yo y muy cabal, me instó a perseverar. Me animé, y le sigo muy agradecido.
La mañana del 7 de abril, la televisión nacional transmitió el anuncio de mi veredicto del Tribunal Superior. Vi desde mi celda, en el Canal 7, cómo un joven periodista sorprendido informaba a Australia de mi absolución y se quedaba aún más perplejo por la unanimidad de los siete jueces. Los otros tres prisioneros de mi unidad me felicitaron, y en seguida fui liberado a un mundo encerrado por el coronavirus. Fue un viaje raro: dos helicópteros de la prensa me siguieron desde Barwon hasta el Convento de Carmelitas en Melbourne, y al día siguiente, dos autos de la prensa me acompañaron los 880 kilómetros hasta Sydney.
Para muchos, el tiempo en prisión es una oportunidad para reflexionar y examinar verdades básicas. La vida en la prisión disipó cualquier excusa de estar demasiado ocupado para rezar, y mi horario regular de oración me sostuvo. Desde la primera noche, siempre tuve un breviario (aunque no fuera el del día), y recibí la Sagrada Comunión cada semana. En cinco ocasiones asistí a misa, aunque no pude celebrarla, hecho que lamenté especialmente en Navidad y Pascua.
Mi fe católica me sostuvo, especialmente la comprensión de que mi sufrimiento no tiene por qué ser inútil, sino que puede unirse al de Cristo Nuestro Señor. Nunca me sentí abandonado, sabiendo que el Señor estaba conmigo, aunque no entendí lo que estuvo haciendo durante la mayor parte de los trece meses. Durante muchos años he hablado del sufrimiento y dolor que el Hijo de Dios pasó en esta tierra, y ahora eso me consolaba. Y entonces recé por amigos y enemigos, por los que me apoyaban y por mi familia, por las víctimas de abuso sexual, y por mis compañeros prisioneros y carceleros».
El Cardenal George Pell
Prefecto emérito de la Secretaría Económica de Vaticano
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Fuente: firstthings.com.
Traducción de Luis Montoya.

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