¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir al Señor la salud? No tiene compasión de su semejante, ¿y pide perdón de sus pecados? (1ª Lect.). También la pregunta de Pedro: “Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?”
La contestación de Jesús: ¡Siempre!, nos recuerda que no hay excusas para cerrarse a la compresión de las debilidades ajenas. Además, la exagerada diferencia entre los dos deudores que el Maestro dibuja refuerza esta doctrina.
Al convivir en el hogar, en el trabajo, en los lugares de diversión o descanso, es inevitable que se produzcan pequeños o grandes roces: desaires, ingratitudes, olvidos, críticas..., que Dios quiere que perdonemos. “Esfuérzate, si es preciso, en perdonar siempre a quienes te ofendan, desde el primer instante, ya que, por grande que sea el perjuicio o la ofensa que te hagan, más te ha perdonado Dios a ti” (S. Josemaría Escrivá, Camino 452).
¡No adoremos el altar de la venganza y el desquite aunque sea en pequeñas dosis! En ese altar no está Dios. Él está en la Cruz con los brazos abiertos para acoger a todos, amigos y enemigos, y dar la vida por ellos. ¡Hemos de pedir al Señor que nos haga abiertos, comprensivos, tolerantes.., que nos dé un corazón lo más parecido al Suyo! Cristo es realista, toma al hombre como es. No tiene de él una visión seráfica ni una imagen pesimista, cree en la capacidad de mejora que en él puede operarse si se le ayuda con la disculpa o un dolorido silencio, con afecto sobrenatural y humano.
Las heridas que la vida familiar, profesional y social ha podido producir en nosotros, no cicatrizarán con el desquite o la venganza. Ese modo de conducirse -aunque adopte ese prolongado silencio acusatorio con el que pretendemos que los demás adviertan que su conducta no nos ha gustado- produce más heridas y agranda las ya existentes en una espiral sin freno. Es el amor en forma de perdón el que debe vendarlas para que cicatricen y curen. S. Pablo recuerda que el amor “no lleva cuentas del mal” (1 Cor 13,4-7).
Es importante que comprendamos que el gran perjudicado cuando nos negamos a perdonar, somos nosotros mismos. Si guardamos rencor, vivimos fuera de la esfera de Dios, no estamos en el círculo de los que Él ama y, además cultivamos en el fondo del alma un foco de pus, de odio y de resentimiento, que, como un cáncer, amargará nuestra existencia y nos llevará a la muerte, “porque el juicio será sin misericordia para el que no la practicó. La misericordia (en cambio) se ríe del juicio” (St 2,13).
Necesitamos convertirnos. Jesús espera un cambio en el modo de sentir y de vivir que nos libere de la ira y el enfado provocado por la ofensa, logrando que el alma pueda respirar a pleno pulmón. Entonces, el dolor y el daño sufrido, si persiste, convivirá con el sosiego interior, una paz y una alegría que es la resultante que, al perdonar, tienen los que se saben también perdonados por Dios.
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