El Señor nos quiere ayudar siempre y, en particular, en la pandemia. Para ello nos pide que seamos dóciles a sus inspiraciones. Acompaño mis reflexiones.
No basta la buena voluntad, las palabras educadas, sino el cumplimiento del querer de Dios aunque resulte costoso, nos dice el Señor con el ejemplo del hijo que inicialmente se negó al deseo del Padre pero, luego, arrepentido, lo secundó. “Señor −pedimos en el Salmo Responsorial− enséñame tus caminos y haz que camine con lealtad”.
Este hijo supo sobreponerse a la pereza ante el deber diario que el Padre le recordó. Si faltara esta lucha contra la comodidad, la voluntad se iría tornando cada vez más blanda y podría llegar a asustarnos con sus delirios y con cambios bruscos y repentinos de dirección, con caprichos y parálisis que agostarían el amor que Dios infundió el día del Bautismo en nuestros corazones.
Entonces, seríamos tiranizados por el cuerpo, los instintos, la sensibilidad, la imaginación..., convirtiendo nuestra vida en un repertorio de gestos anodinos y sin sentido que desembocarían en el arenal del desencanto y el tedio. “El Reino de los Cielos no pertenece a los que duermen y viven dándose todos los gustos, sino a los que luchan contra sí mismos” (Clemente de Alejandría, Quis dives salvetur?, 21).
Hay que decidirse a plantearle una seria batalla a la pereza que tantas cosas buenas malogra en nuestra vida. Sin esta lucha diaria, la voluntad debilitada sólo encontraría disgusto en lo que Dios indica y, en cambio, se vuelve pura codicia para todo lo que es regalo de oscuras apetencias. Esta lucha contra la comodidad egoísta, no consiste en multiplicar el número de nuestras tareas −ésa podría ser una pretensión de la soberbia− o en cerrarse a toda satisfacción o gozo: “no quieras ser demasiado riguroso” (Eccl. 7,16). Pero sí esforzarnos por desempeñar con más amor nuestras obligaciones con Dios y con los demás.
“Cuando el justo se aparta de su justicia, comete la maldad y muere... Si recapacita y se convierte de los delitos cometidos, ciertamente vivirá y no morirá”. Convendría alguna vez recordar que un cristiano que desdeña el propio vencimiento que el espíritu cristiano exige, no es en modo alguno un águila que se cierne libre y dominadora sobre la inmensidad del cielo. Se parece, más bien, al perro callejero que, escapado de su domicilio, va errante y amenazado entre el tumulto de la ciudad. Puede ir donde le plazca, pero no está por ello menos perdido.
El amor se nutre y hace fuerte con el sacrificio, doblegando −como el primer hijo del Evangelio de hoy− esa astenia inicial en el servicio de Dios y de los demás. “Para amar de verdad es preciso ser fuerte, leal, en la esperanza y en la caridad. Sólo la ligereza insubstancial cambia caprichosamente el objeto de sus amores, que no son amores sino compensaciones egoístas” (S. Josemaría Escrivá).
Por lo demás, Dios ha hecho que la felicidad sea imposible para el egoísta. Cada uno lo sabe y puede recordar cuáles han sido los momentos más venturosos de su vida: coincidieron justamente con las horas de mayor generosidad. Cuando no nos conformamos con las formas más bastas y superficiales de la dicha y quisimos ahondarla y hacerla más rica y duradera, aprendimos esto: la felicidad es como el fuego, que se apaga si no se propaga.
Lectura del santo evangelio según san Mateo (21,28-32):
En aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: «¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: "Hijo, ve hoy a trabajar en la viña." Él le contestó: "No quiero." Pero después recapacitó y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: "Voy, señor." Pero no fue. ¿Quién de los dos hizo lo que quería el padre?»
Contestaron: «El primero.»
Jesús les dijo: «Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia, y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no recapacitasteis ni le creísteis.»
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