“Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer” (Gal 4,4). Estamos ya con un pie en el año viejo y con el otro en el nuevo: 2021. Dejamos atrás tantas luchas, incertidumbres, y dolor, que nos ha traído la epidemia del covid. Queremos comenzar el año, llenos de esperanza, al calor de la Navidad.
Queremos recomenzar. Hace poco se ha publicado un libro que se titula así, El arte de recomenzar. Porque es un arte, que necesitamos ejercitar. La vida es una serie interminable de inicios. Volver a empezar, en ocasiones, parece difícil. Además, tras un fracaso o una dura prueba, se puede llegar a pensar que recomenzar es ya imposible. El libro trata de demostrar exactamente lo contrario: recomenzar es posible, siempre.
Nos habremos servido quizás, de la jaculatoria que repetía el Beato Álvaro, al hacer balance de un año que finaliza: gracias, perdón y ayúdame más. El Papa en una carta, recordando esta oración, nos decía: “¡Gracias, perdón, ayúdame! En estas palabras se expresa la tensión de una existencia centrada en Dios. De alguien que ha sido tocado por el Amor más grande y vive totalmente de ese amor. De alguien que, aun experimentando sus flaquezas y límites humanos, confía en la misericordia del Señor y quiere que todos los hombres, sus hermanos, la experimenten también”.
Comenzamos ahora el año de manos de Nuestra Señora. La Iglesia nos propone el mejor modo de hacerlo. Celebramos la maternidad divina de María. Benedicto XVI comentaba en una fiesta suya:
"Al llegar la plenitud de los tiempos −nos ha recordado también hoy el apóstol san Pablo−, envió Dios a su Hijo" (Ga 4, 4). Y en seguida añade: "nacido de mujer, nacido bajo la ley". El rostro de Dios tomó un rostro humano, dejándose ver y reconocer en el hijo de la Virgen María, a la que por esto veneramos con el título altísimo de "Madre de Dios". Ella, que conservó en su corazón el secreto de la maternidad divina, fue la primera en ver el rostro de Dios hecho hombre en el pequeño fruto de su vientre. La madre tiene una relación muy especial, única y en cierto modo exclusiva con el hijo recién nacido. (…)” Y añadía:
“Entre las muchas tipologías de iconos de la Virgen María en la tradición bizantina, se encuentra la llamada "de la ternura", que representa al niño Jesús con el rostro apoyado −mejilla con mejilla− en el de la Madre. El Niño mira a la Madre, y esta nos mira a nosotros, casi como para reflejar hacia el que observa, y reza, la ternura de Dios, que bajó en ella del cielo y se encarnó en aquel Hijo de hombre que lleva en brazos. En este icono mariano podemos contemplar algo de Dios mismo: un signo del amor inefable que lo impulsó a "dar a su Hijo unigénito" (Jn 3, 16) (Benedicto XVI, Homilia. 1 de enero 2010).
María cuida de cada uno de nosotros con solicitud de Madre. Un motivo especial para nuestra esperanza: La Madre de Dios es también nuestra Madre. Se prodiga en ayudarnos, con mil detalles, en nuestro camino hacia la meta definitiva, el Cielo. Y se anticipa a nuestras peticiones como la mejor Madre.
Démosle gracias a nuestra Madre por ese Fiat suyo: por ese hágase, deseoso de que se cumpliera lo propuesto por el Ángel, gracias al cual se nos han abierto las puertas del Cielo, y nos ha alcanzado, ser hijos de Dios. ¡Bendita seas! (cfr Camino 512). Nunca lo meditaremos bastante. Somos elevados a la más alta dignidad. Gracias, Madre. Se lo habremos dicho muchas veces junto al pesebre de Belén.
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