La alegría de la Navidad viene precedida por la conversión a la que nos llama San Juan en este domingo. Acompaño mis reflexiones
“Jerusalén, despójate de tu vestido de luto... Ponte a la cabeza la diadema de la gloria perpetua, porque Dios mostrará tu esplendor a cuantos viven bajo el cielo”. En el Adviento la Iglesia nos invita, no sólo a celebrar el aniversario del nacimiento de Jesús Niño, sino, y como consecuencia de ello, a vivir con más fe y con más amor al Señor durante la espera de su segunda venida gloriosa.
Desde esta perspectiva a la que aluden las palabras del profeta Baruc, el pasado, el presente y el futuro están indisolublemente unidos. Toda nuestra vida es un adviento, una espera alegre y esforzada para el encuentro definitivo con Cristo.
La llegada de Cristo en esta Navidad y su venida gloriosa al final de los tiempos constituirá una explosión de alegría para nosotros si buscamos esa conversión que el Espíritu Santo por boca del Bautista propone. La conversión implica una reorientación radical de toda la vida, que es posible porque contamos con la ayuda de Dios “La conversión es primeramente una obra de la gracia de Dios que hace volver a Él nuestros corazones: ‘Conviértenos, Señor, y nos convertiremos’ (Lc 5,21). Dios es quien nos da la fuerza para comenzar de nuevo” (CEC, 1432).
Dios se acerca en esta Navidad y nos dice: “Preparad el camino”. Pero, en ocasiones, esa voz “grita en el desierto” porque hay a nuestro alrededor otras voces que nos seducen y convencen que la realización personal y la felicidad están en la acumulación de poder adquisitivo, de influencias, en la mesa bien abastecida, la satisfacción sexual sin distinguir entre lujuria y amor, la comodidad egoísta que huye de compromisos estables... Estas voces crean expectativas que no responden a nuestras necesidades más profundas y cuando nos plegamos a ellas nos movemos en un mundo de engaño. El Espíritu del Señor nos pide que enderecemos lo que está torcido y “todos verán la salvación de Dios”.
“Una voz grita en el desierto”. De alguna forma y en determinados momentos nos hemos vuelto sordos y hemos dado más crédito al ruido exterior que a esa voz de Dios. Una voz que no es bulliciosa ni desconsiderada con nuestra dignidad: la voz del “dulce huésped del alma” (Secuencia de Pentecostés), que, como el murmullo de una fuente, nos llama continuamente y que percibimos en los pliegues más recónditos de la conciencia.
La llamada de Dios en este Adviento lleva implícita la fuerza para ese cambio radical de vida, pues el mayor castigo sería no llamar y permitir que los hombres se entreguen a su corazón obstinado. ¡Abrir el Evangelio y abrirse personalmente a su mensaje de salvación! ¡Tratemos de huir del estrépito ambiental que impide oír la voz de Dios! Liberémonos de la prisión del yo, y de los falsos profetas de nuestro tiempo que cierran la salida para el encuentro con Jesucristo que llega en esta Navidad en la tierna figura de un Niño y al que alaban todas las jerarquías élicas y los coros celestiales.
“En el año quince del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, y Herodes virrey de Galilea, y su hermano Felipe virrey de Iturea y Traconítide, y Lisanio virrey de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, vino la palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. Y recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías: «Una voz grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; elévense los valles, desciendan los montes y colinas; que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale. Y todos verán la salvación de Dios»” (Lucas 3,1-6)
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