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domingo, 1 de mayo de 2022

El día del Señor: domingo 3º de Pascua

La nueva pesca milagrosa nos recuerda que Dios nos llama a todos a seguirle y a llevar su misericordia al corazón de todos los que nos rodean. Acompaño mis reflexiones.

La escena del evangelio evoca aquella otra pesca milagrosa, tras la cual Jesús dijo a Pedro que habría de ser pescador de hombres. Este nuevo relato prefigura la multitud de pueblos que el apostolado de la Iglesia ganará para Cristo.

Después de la resurrección de Jesús, los Apóstoles marchan a Galilea según les había indicado, y Pedro retoma su trabajo profesional. “Antes de ser apóstol, pescador. Después de apóstol, pescador. La misma profesión que antes, después -observa San Josemaría-. ¿Qué cambia entonces? Cambia que en el alma -porque en ella ha entrado Cristo, como subió a la barca de Pedro- se presentan horizontes más amplios, más ambición de servicio”.

Mientras están bregando en el mar, sin conseguir nada, alguien, a quien los discípulos no reconocen en un principio, les dice desde la orilla que echen las redes a la derecha. Lo hacen y quedan asombrados de la cantidad y calidad de los peces que capturan. El primero que se da cuenta de que es el Señor es “el discípulo a quien amaba Jesús”, y esto es así, comentará San Gregorio de Nisa, porque “Dios se deja contemplar por los que tienen el corazón puro”.

Los apóstoles acercaron los peces y los pusieron a los pies del Señor. En este gesto se atisba el contenido más profundo de una verdadera evangelización. Aunque haya medios y actividades que canalizan los deseos apostólicos, el objetivo final es siempre conducir a las almas al encuentro personal con Jesús. Él es el origen, el protagonista y el fin de toda la iniciativa apostólica de la Iglesia. Todo lo demás, aunque pueda ser también importante, es secundario, porque solo el encuentro con Cristo nos salva. Como nos refiere el libro de los Hechos de los apóstoles, así actuaron los apóstoles después de Pentecostés. Precisamente porque se saben testigos de la vida, muerte y resurrección del Señor, llenan Jerusalén con el nombre de Jesús.

La imagen de la barca y de las redes evoca la misión de la Iglesia. Como le sucedió a Pedro y al resto de sus compañeros, también nosotros estamos en la barca de la Iglesia para extender la luz de Cristo. Es una invitación constante para adentrarnos en el mar de la historia, y echar las redes con generosidad y valentía. 

La pesca fue muy abundante: “ciento cincuenta y tres peces grandes”. San Jerónimo dice que los zoólogos griegos habían clasificado 153 especies de peces en ese mar; al citar esta cifra, Juan aludiría simbólicamente a la totalidad y a la diversidad de la pesca de los discípulos, anticipando así los resultados de la misión cristiana, que habría de llegar a todo tipo de personas.


(Juan 21,1-19) Después volvió a aparecerse Jesús a sus discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Se apareció así: estaban juntos Simón Pedro y Tomás —el llamado Dídimo—, Natanael —que era de Caná de Galilea—, los hijos de Zebedeo y otros dos de sus discípulos. Les dijo Simón Pedro: —Voy a pescar. Le contestaron: —Nosotros también vamos contigo. Salieron y subieron a la barca. Pero aquella noche no pescaron nada. Cuando ya amaneció, se presentó Jesús en la orilla, pero sus discípulos no se dieron cuenta de que era Jesús. Les dijo Jesús: —Muchachos, ¿tenéis algo de comer? —No —le contestaron. Él les dijo: —Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis. La echaron, y casi no eran capaces de sacarla por la gran cantidad de peces. Aquel discípulo a quien amaba Jesús le dijo a Pedro: —¡Es el Señor! Al oír Simón Pedro que era el Señor se ató la túnica, porque estaba desnudo, y se echó al mar. Los otros discípulos vinieron en la barca, pues no estaban lejos de tierra, sino a unos doscientos codos, arrastrando la red con los peces. Cuando descendieron a tierra vieron unas brasas preparadas, un pez encima y pan. Jesús les dijo: —Traed algunos de los peces que habéis pescado ahora. Subió Simón Pedro y sacó a tierra la red llena de ciento cincuenta y tres peces grandes. Y a pesar de ser tantos no se rompió la red. Jesús les dijo: —Venid a comer. Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «¿Tú quién eres?», pues sabían que era el Señor. Vino Jesús, tomó el pan y lo distribuyó entre ellos, y lo mismo el pez. Ésta fue la tercera vez que Jesús se apareció a sus discípulos, después de resucitar de entre los muertos.

Cuando acabaron de comer, le dijo Jesús a Simón Pedro: —Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos? Le respondió: —Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Le dijo: —Apacienta mis corderos. Volvió a preguntarle por segunda vez: —Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Le respondió: —Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Le dijo: —Pastorea mis ovejas. Le preguntó por tercera vez: —Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? Pedro se entristeció porque le preguntó por tercera vez: «¿Me quieres?», y le respondió: —Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero. Le dijo Jesús: —Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: cuando eras más joven te ceñías tú mismo y te ibas adonde querías; pero cuando envejezcas extenderás tus manos y otro te ceñirá y llevará adonde no quieras —esto lo dijo indicando con qué muerte había de glorificar a Dios. Y dicho esto, añadió: —Sígueme.” 

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