No hay amor sincero a Dios allí donde no se cumplen sus mandamientos. Esta es también la condición para que el Espíritu del Señor more en nosotros: "El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él". Estamos invitados a vivir inmersos en la claridad de la gloria de Dios un día, y ya ahora sostenidos por la fuerza de su presencia dentro de nosotros.
"Dios nos ha dado, enseña S. Cirilo de Jerusalén, un gran protector... Él no se cansa de buscar a cuantos son dignos de Él, y derrama sobre ellos sus dones". El Espíritu Santo que habita en nosotros desde el día de nuestro Bautismo "será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho", dice el Señor. El nos hablará silenciosa y respetuosamente al corazón despertando nuestra conciencia adormecida, clarificando la inteligencia y robusteciendo la voluntad para transitar por la senda auténtica, la que conduce a la paz verdadera, no "la del mundo", la mundana, sanchopancesca y perecedera.
Si fuéramos más sensibles a esta callada y amorosa presencia del Espíritu Santo en nosotros, nos sentiríamos más seguros y fuertes, más generosos, más pacientes y serviciales, más alegres, más libres, porque "donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad" (2 Co 3,17). ¿Por qué sentirnos solos, si el Espíritu Santo nos acompaña? ¿Porqué sentirnos inseguros o angustiados, si el Paráclito está pendiente de nosotros y de nuestras cosas?
Quien se sabe protegido por esta misteriosa Presencia irá poco a poco beneficiándose de sus frutos: "caridad, alegría, paz, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, continencia" (Gal 5,22-23). ¡No estamos solos! "Todos nosotros... hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu" (1 Co 12,13). Entramos así en comunión con la Iglesia de todos los tiempos y lugares, beneficiándonos de los méritos ganados por tantos hermanos nuestros y sintiéndonos obligados, como miembros de un misma familia.
Jesús manifiesta la inmensidad del amor de Dios por nosotros, revelando el misterio de la inhabitación divina en el alma: estamos llamados a ser templo y morada de la Santísima Trinidad. Nos dice Juan Pablo II: «¿A qué grado mayor de comunión con Dios podría aspirar el hombre? ¿Qué prueba mayor que esta podría dar Dios de querer entrar en comunión con el hombre? Toda la historia milenaria de la mística cristiana, aun teniendo sublimes expresiones, solo puede hablarnos imperfectamente de esta inefable presencia de Dios en lo más íntimo del alma».
Dios nos manifiesta su cercanía. No se conforma con estar junto a nosotros: quiere estar dentro, llenando con su presencia nuestro corazón. «Dios está aquí con nosotros, presente, vivo –escribió san Josemaría–: nos ve, nos oye, nos dirige, y contempla nuestras menores acciones, nuestras intenciones más escondidas». Recordarlo con frecuencia nos ayudará a experimentar su presencia, a ser fieles en las pequeñas y grandes cosas que componen nuestra existencia: «Tratándole de esta manera, con esa intimidad, llegarás a ser un buen hijo de Dios y un gran amigo suyo: en la calle, en la plaza, en tus negocios, en tu profesión, en tu vida ordinaria»(San Josemaría).
“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: - «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: "Me voy y vuelvo a vuestro lado." Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo»” (Juan 14,23-29).
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