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sábado, 24 de septiembre de 2022

El día del Señor: Domingo de la 25º semana del T.O. (C)

Es esencial la lección que el Señor nos da acerca del buen uso de los bienes materiales. Acompaño mis reflexiones.

En la narración del Señor es sorprendente la ceguera de Epulón. Habría visto a Lázaro muchas veces semidormido en la puerta de su casa; incluso alguna vez lo habría movido con desdén para que pudieran entrar sus invitados. Pero en ningún momento se detiene a mirarlo de verdad. No está dispuesto a perder el tiempo con una persona que no puede generarle ningún tipo de beneficio.

Tan inmerso se encuentra en su propia comodidad y egoísmo, que es incapaz de percatarse de que en ese pobre se encuentra la puerta de su liberación. Y lo que sucede a Epulón nos puede suceder a cada uno de nosotros. 

Jesús nos invita a percatarnos de las necesidades de los que nos rodean, a ser más sensibles con nuestro entorno. Cuando vivimos con Cristo, nos preocupan menos nuestros propios problemas y, por el contrario, va adquiriendo más peso la sana inquietud por los más necesitados. 

El comportamiento frío del rico Epulón con respecto a los demás acaba determinando su destino eterno. Por su incapacidad de sentir misericordia hacia las necesidades de su prójimo, le fue imposible abrirse a la misericordia divina, el único camino que nos lleva directamente al cielo. «La parábola advierte claramente: la misericordia de Dios hacia nosotros está relacionada con nuestra misericordia hacia el prójimo; cuando falta esta, también aquella no encuentra espacio en nuestro corazón cerrado, no puede entrar. Si yo no abro de par en par la puerta de mi corazón al pobre, aquella puerta permanece cerrada. También para Dios» (Papa Francisco).

 Cada vez que experimentamos la misericordia de Dios, en el fondo resuena una invitación para, a nuestra vez, preocuparnos por quienes necesitan de nuestra compasión. En su parábola, Jesús nos lo recuerda: solo si transformamos nuestras ciudades en lugares más compasivos, construiremos los «caminos divinos de la tierra»(San Josemaría)

"La sensualidad, afirma J. Green, prepara el lecho a la incredulidad". La tendencia a no valorar sino lo que se puede tocar y resulta placentero, el excesivo afán de comodidad y lujo, conduce al olvido de Dios y de los demás originando una suerte de inflamación del egoísmo. "Los ojos que se quedan como pegados a las cosas terrenas, enseña S. Josemaría Escrivá, pero también los ojos que, por eso mismo, no saben descubrir las realidades sobrenaturales". Esto queda ilustrado por Jesús en la petición que pone en boca del rico cuando descubre que el infierno es verdad, que si se vive según la carne, en expresión de S. Pablo, no se alcanzará la inmortalidad dichosa, pero, si con el espíritu se moderan las malas inclinaciones del cuerpo, se alcanzará esa meta (Cf Rm 8,13).

Es más, cuando el rico insiste para que Lázaro vaya a casa de su padre y alerte a sus cinco hermanos a fin de que "no vengan también ellos a este lugar de tormento", Jesús se muestra escéptico ante la posibilidad de que un milagro les abra los ojos y los oídos a quienes piensan que con la muerte se acaba todo y viven en un egoísmo sin corazón y sordos a la palabra de Dios.

"Si no escuchan a Moisés y los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto". Quien no se inclina ante la palabra de Dios, tampoco lo hará ante el mayor de los milagros. La petición de señales prodigiosas como una aparición, es una escapatoria que, por otra parte, siempre se podría explicar como una ilusión de nuestra fantasía, una alucinación, para seguir anclados en una vida de regalo y de insolidaridad. Esto queda confirmado con esta sentencia: "Esta generación mala y adúltera pide una señal, pero no se le dará" (Mt 16,4; Mc 8,12). Jesús condena aquí el materialismo que se cierra al espíritu, viviendo como si Dios no existiera y no hubiera insistido en que no somos dueños de los bienes de la tierra sino administradores. "La pobreza, afirma S. Agustín, no condujo a Lázaro al Cielo, sino su humildad; y las riquezas no impidieron al rico entrar en el eterno descanso, sino su egoísmo y su insensibilidad". 

«Había un hombre rico que vestía de púrpura y lino finísimo, y cada día celebraba espléndidos banquetes. Un pobre, en cambio, llamado Lázaro, yacía sentado a su puerta, cubierto de llagas, deseando saciarse de los desperdicios que caían de la mesa del rico y nadie se los daba. Y hasta los perros acercándose le lamían sus llagas. Sucedió, pues, que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán; murió también el rico y fue sepultado. Estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando sus ojos vio a lo lejos a Abrahán y a Lázaro en su seno; y gritando, dijo: padre Abrahán, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en estas llamas. Le contestó Abrahán: hijo, acuérdate que tú recibiste bienes durante tu vida y Lázaro, en cambio, males; ahora, pues, aquí él es consolado y tú atormentado. Además de todo esto, entre vosotros y nosotros hay interpuesto un gran abismo, de modo que los que quieren atravesar de aquí a vosotros, no pueden; ni pueden pasar de ahí a nosotros. Y le dijo: te ruego entonces, padre, que le envíes a casa de mi padre, pues tengo cinco hermanos, para que les advierta y no vengan también a este lugar de tormentos. Pero le replicó Abrahán: Tienen a Moisés y a los Profetas. !Que los oigan! El dijo: no, padre Abrahán; pero si alguno de entre los muertos va a ellos, se convertirán. Y les dijo: si no escuchan a Moisés y a los Profetas, tampoco se convencerán aunque uno de los muertos resucite» (Lucas 16, 19-31).

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