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sábado, 18 de febrero de 2023

El día del Señor: domingo 7º del T.O. (A)

 

El amor al prójimo que Dios nos pide incluye el perdón sincero a los enemigos. El va delante con su ejemplo. Aprendamos de Él a ser misericordiosos. Acompaño mis reflexiones. 

La voluntad del Señor es compartir con los hombres su vida divina. Dios le encarga a Moisés que transmita este deseo suyo a los hijos de Israel: «Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo» (Lev 19,1). La llamada a la santidad está presente también desde el principio en la predicación de Jesús. En las riberas del mar de Galilea, el Maestro les propone a las multitudes un alto modelo de vida: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48).

Estas palabras pueden sonar sorprendentes, porque no hay día en el que no palpemos nuestra imperfección, nuestros límites y nuestros errores. Al conocer, aunque sea superficialmente, la debilidad que habitualmente nos acompaña, es fácil que se nos presente la inquietud: ¿cómo puedo aspirar a esa perfección de la que habla Jesús? O, más bien, ¿de qué tipo de perfección habla el Señor? 

Ciertamente, no se trata del perfeccionismo humano, sino del modo de ser de un Dios que es amor, gratuidad y misericordia. Esta certeza le hacía exclamar a san Josemaría: «Dame, Señor, el amor con que quieres que te ame». El amor no es un recurso propio, sino un don que recibimos de Dios para compartirlo. 

La "ley del talión", a la que tan proclive es el amor propio cuando es herido, es condenada aquí por Jesús. El perdón en vez de la venganza; el amor incluso al enemigo en vez del odio es, tal vez, una de las enseñanzas de Cristo que nos resultan más difíciles de cumplir, pero que si, con su ayuda, nos empeñamos nos situaremos cerca de la Bondad de Dios  que "hace salir su sol sobre malos y buenos".

¡Vivimos en una atmósfera tan distinta a esta cálida benevolencia divina, que esta propuesta nos parece una bella pero imposible utopía! ¡Es realmente sublime, pensamos, pero "poco práctico" porque la vida significa luchar, competir, devolver golpe por golpe! ¡En cuántas ocasiones nuestros gestos de comprensión y de condescendencia con las afrentas ajenas han sido interpretados como síntoma de debilidad y son ocasión de ulteriores abusos! ¡Así no se consigue nada!, decimos. Como no se logra nada es devolviendo mal por mal, embistiendo como un toro furioso, ya que esto crea una espiral de posturas enconadas cada vez más grande e infrenable.

El odio es nefasto, incluso para quien lo practica porque, como un cáncer oculto, destruye su personalidad nublándole la inteligencia, lo que le incapacita para distinguir lo bueno de lo malo, la verdad de la mentira. Y al incidir sobre los demás se hace contagioso, lo cual aboca a desanudar los esfuerzos de años o siglos de trabajo armónico, destruyendo en muchos corazones la esperanza en un mundo mejor.

Toda apelación al amor puede parecer lírica frente a la sólida realidad de los conflictos familiares, académicos, laborales...Pero esa impresión está lastrada por una situación personal en la que la esperanza cristiana está dormida. Jesús no propone un apocamiento cobarde ante la violencia, la sinrazón, la injusticia. Éso nos convertiría en cómplices. Resistir a la injusticia no significa aprobarla. Significa combatirla con la justicia aliñada con la caridad, que odia al pecado pero no al pecador. Ese amor al enemigo no le quita la "lluvia y el sol".

No adoremos el altar de la venganza y el desquite, el resentimiento y mal pensar. En ese altar no está Dios. Él está en la Cruz con los brazos abiertos para acoger a todos y desea que nosotros nos apropiemos esta lógica. Este amor que pasa por encima de actitudes inciviles, inhumanas, es el que al verlo y sentirlo quienes nos tratan crean en Jesucristo.

«Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los Cielos, que hace salir su sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos y pecadores. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? ¿Acaso no hacen eso también los publicanos? Y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿Acaso no hacen eso también los paganos? Sed, pues, perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto.» (Mateo 5, 38-48)

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