Se acostumbra a decir que nunca es demasiado tarde. Sin embargo, la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro parece indicar lo contrario.
Jesús nos cuenta cómo un hombre apotentado vive dominado del todo por el lujo y el egoísmo, mientras que el pobre se alimenta de las sobras del rico. El primero acaba en el infierno, mientras que el que nada tiene es conducido por los ángeles a la morada eterna de Dios y de los santos. No hay marcha atrás, de modo que cuando el rico desea salir del lugar de tormento le resulta imposible. El mensaje de la parábola recuerda que, «mientras estamos en el mundo, debemos escuchar al Señor, que nos habla mediante las Sagradas Escrituras, y vivir según su voluntad; si no, después de la muerte, será demasiado tarde para enmendarse»[1].
Conviene, por tanto, estar atentos para poder prestar atención al paso de Dios por nuestra vida. El rico fue incapaz de ser consciente de su divina presencia: tan apegado estaba a sus bienes y placeres. Lo tenía todo... ¿qué falta le hacía de un salvador? En cambio, el pobre tenía su esperanza absolutamente puesta en Dios, único capaz de satisfacer su deseo de bien. Es posible que su tentación fuera el mismo rico. En más de una ocasión pensaría en su desdicha y renegaría del mundo, de la vida y de Dios mismo. Sin embargo, podemos estar ciertos de que pronto volvía al que podía salvarlo, aunque fuera porque no le quedaba otra posibilidad.
San Agustín temía con todo su corazón que Jesús pasara tan cerca de los fieles y no se dieran cuenta. Amonestaba a los cristianos tibios de ocultar la presencia de Dios a aquellos otros que con fidelidad y fervor desean cumplir los mandamientos. Tengo miedo a que Jesús pase –afirmaba– y no le hagáis caso.
Siempre hay posibilidad de cambio... hasta que llega el momento final. Conviene, por eso mismo, caminar siempre de la mano de Jesús: en gracia de Dios y esforzándonos por no apegarnos a las cosas, sino a Él mismo.
Ocurrió en una convivencia de niños de primaria. Eran todos muy pequeños: el mayor tendría siete años. Los más de cien alumnos habían sido citados en el comedor a media tarde por su tutor. Allí, don Manuel les explicó que iban a ver algo sobrecogedor, maravilloso. Los niños crecieron en su entusiasmo cuando supieron que ese portento estaba al alcance de su mano; detrás de una puerta. Los niños se removían en sus asientos, no paraban un segundo, inquietos por ver lo que se ocultaba. Después de algunos minutos de encendidas palabras, don Manuel les hizo pasar a conocer al increíble personaje que estaba en la habitación contigua. Entraron en la capilla, reverentes, en silencio: sobrecogidos. ¿Todos? Todos menos uno, que exclamó con desdén: «a ese que me vais a presentar ya lo conozco. Esto yo ya me lo sé».
Un modo óptimo de ignorar el paso de Dios por nuestra vida es dar las cosas por sabidas. Dicho de otro modo, «la mejor manera de censurar –o al menos esterilizar prácticamente– una verdad no es negarla o contestarla al menos en parte; sino más bien decir: eso ya lo conozco, no hay nada de nuevo»[2].
No es la primera vez que hablamos de la necesidad de tener una memoria corta: poco recuerdo de los agravios, poca memoria para las afrentas. Con respecto a lo bueno, conviene recordar siempre los dones de Dios y aderezar esa memoria con una renovada capacidad de asombro por lo que nos regala cada día. ¿Por qué dar por supuesta la belleza de los días de septiembre, cuando las hojas caen y el sol es más rojizo en su ocaso? ¿Por qué no gustar de buen olor a tierra mojada con las primeras lluvias de octubre? ¿Acaso no podemos reconocer el paso de Dios en cada circunstancia creada, siendo las cosas tan bellas como son?
Lo mismo podríamos decir de las personas. Nos conviene desear habitar una existencia agradecida, entonces nuestros ojos podrán apreciar una vida tan llena de gratuidad: en nuestra familia, en nuestras calles, en nuestros amores. Un hombre educado que ayuda gentilmente a una anciana, un buen gesto de un empleado con otro, el paseo sencillo pero lleno de vida de una familia que camina hacia el parque para que los niños jueguen... ¡un buen partido de Champions! Lo que sea...
Cuando se agosta este vital deseo de querer y sucumbe la capacidad de sorprenderse; cuando –perdóname– vamos de listillos, podemos dar por seguro que ni Dios ni nadie conseguirán conquistar nuestro ánimo... porque sencillamente nada nos parecerá lo suficiente.
3. «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios» (Lc 6, 20). Dios ama a los pobres, es especialmente benévolo con los agradecidos. Dios no es amigo de la carencia. Al contrario, desea que los corazones de los hombres rebosen de ilusión ante los bienes, materiales o espirituales, que disfrutan. Por eso recibimos de Jesús una continua exhortación a vivir desapegados, precisamente para no sucumbir a la esclavitud de las cosas y poder disfrutarlas plenamente.
Cuenta Viktor Frankl que, durante su tiempo en prisión en el campo de concentración de Auschwitz, apreció el entusiasmo de los presos por ver amanecer. Todos dejaban sus trabajos o lo que tuvieran entre manos para poder gustar del prodigio: esa inmensa bola de fuego asomando por el horizonte mientras inunda tierra y mar con su calor.
Sería lamentable pensar que Dios tuviera que quitarnos todo de modo dramático para que lleguemos a ser capaces de ser profundamente vitales, agradecidos. De todas maneras, tenemos que estar dispuestos a que sea así: por nuestra felicidad en la tierra... y porque está en riesgo nuestra beatitud eterna. Si Jesús nos exigiera la vida, la fama y todo lo demás con tal de ganar la salvación de nuestra alma... deberíamos estar dispuestos a entregársela. Los frutos de ese ofrecimiento comenzarían a ser palpables ya en esta tierra: más libres, más agradecidos, más hombres, más amor, más de Dios.
Ahí, después del juicio –recuérdalo–, ya no hay marcha atrás. El destino final está condicionado por nuestra actitud en esta tierra; «nos corresponde a nosotros seguir el camino que Dios nos ha mostrado para llegar a la vida, y este camino es el amor, no entendido como sentimiento, sino como servicio a los demás, en la caridad de Cristo»[3].
San Lucas 16, 19-31
En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos: —«Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico. Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas. Sucedió que se murió el mendigo, y los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán. Se murió también el rico, y lo enterraron. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos, vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y gritó: “Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas”. Pero Abrahán le contestó: “Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces. Y además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí hacia vosotros, ni puedan pasar de ahí hasta nosotros”. El rico insistió: “Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento”. Abrahán le dice: “Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen”. El rico contestó: “No, padre Abrahán. Pero, si un muerto va a verlos, se arrepentirán”. Abrahán le dijo: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto”».
[1] Benedicto XVI, Ángelus (26-09-2010).
[2] G. Biffi, Le cose di lassù. Esercizi spirituali con Benedetto XVI (Siena 2007), 9.
[3] Benedicto XVI, Ángelus (26-09-2010).
Fulgencio Espá
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