“El Niño iba creciendo...” La mayor parte de su vida terrena la pasó
Jesús en el hogar de Nazaret y en el taller de José. Tras los sucesos
extraordinarios que acompañaron su llegada a la tierra, vino una calma
prodigiosa. El anuncio del ángel, la aparición a los pastores de un coro
celestial, la estrella que guió a los Magos, la irracional saña de Herodes...
todo eso quedó lejos en el tiempo para dar paso a una existencia similar a la
que llevamos casi todos. Y así un año y otro, hasta treinta.
Jesucristo, al quedarse treinta años en Nazaret, nos obligó a reparar
en la grandeza de la vida ordinaria. Cuando se piensa que tan sólo una pared
separaba la casa de la Sagrada Familia de la de sus vecinos o que Jesús, María
y José no se ocupaban de cosas distintas a las de sus paisanos, empezamos a
intuir la importancia que Dios concede a la fatiga cotidiana.
Necesitamos una fe robusta, madura, porque “cuando la fe
flojea el hombre tiende a figurarse a Dios como si estuviera lejano, sin que
apenas se ocupe de sus hijos. Piensa en la religión como algo yuxtapuesto, para
cuando no queda otro remedio; espera, no se sabe con qué fundamento,
manifestaciones aparatosas, sucesos insólitos... Me gusta hablar de camino,
porque somos viadores, nos dirigimos a la Casa del Cielo, a nuestra patria.
Pero mirad que un camino, aunque puede presentar trechos de especiales
dificultades, aunque nos haga vadear alguna vez un río o cruzar un pequeño
bosque casi impenetrable, habitualmente es algo corriente, sin sorpresas. El
peligro es la rutina: imaginar que en esto, en lo de cada instante, no está
Dios, porque ¡es tan sencillo, tan ordinario!” (San Josemaría Escrivá).
¡Cuánto bien nos puede hacer contemplar a la familia de
Nazaret ocupada en un quehacer aparentemente sin relieve! Ese trabajo diario
que se nos antoja excesivo y cuya finalidad se nos escapa; o el de las madres
de familia que cada mañana se levantan más agotadas que cuando se acostaron para
realizar la tarea de siempre: limpiar el polvo, hacer la comida..., todo eso
recupera su sentido humano y divino cuando miramos a Nazaret. Las mismas cosas
realizadas bajo la luz de Dios son capaces de transformar la vida de una
persona, una familia, una sociedad. “Jesucristo, a quien el universo está
sujeto, estaba sujeto a los suyos”, dice S. Agustín.
Pidamos al Señor en esta celebración por la mediación de María
y José, que nos aumente la fe para que descubramos el valor que delante de Dios
tiene la vida hogareña, el quehacer diario, los apuros económicos, el
cansancio, una sonrisa, un favor, una caricia, el dolor, los contratiempos...,
en una palabra, la vida de cada día con sus sinsabores y sus alegrías.
Justo Luis
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