Si hay una página del Nuevo Testamento ante la que convendría guardar silencio para no privarse del encanto y profundidad que encierra, es ésta. Deberíamos meditar estas declaraciones de Jesús, permitiendo que sean ellas las que resuenen en nuestro corazón y despierten en él lo que Jesús quiere decirnos.
La Palabra de Dios, que resonó con fuerza en el Sinaí para dar a Moisés la Ley, es la que se hace oír ahora con una autoridad y plenitud nueva en el monte de las Bienaventuranzas.
Ellas son como la carta magna del cristianismo. El espíritu que emerge de ellas traza el perfil del cristiano. Jesús hace un canto a la sobriedad, la dulzura, la solidaridad, la sencillez de corazón el dolor soportado con entereza, el hambre de justicia, la paz, asegurando también que no le faltarán las críticas y la oposición, a veces hasta crueles, a quienes hagan suyas esta enseñanza. Con todo, la recompensa será muy grande en el Cielo.
Las Bienaventuranzas sitúan los bienes del espíritu por encima de los materiales. Sanos y enfermos, ricos y pobres, poderosos y débiles..., todos son invitados, por encima de estas circunstancias, a la dicha eterna que Jesús promete.
Es difícil resistirse ante el aplomo y seguridad con que Jesús va exponiendo su programa. Sus palabras no adolecen de inseguridad o duda, no expresan una opinión. Tienen la toda la autoridad de Dios y así lo percibió el pueblo.
También nosotros nos sentimos atraídos por la autoridad y la altura de miras de estas propuestas. Sin embargo, todo esto se nos antoja "poco práctico" en una sociedad en la que la riqueza, el éxito, el poder, el bienestar, es lo realmente importante.
Reconozcamos, no obstante, que a pesar de nuestro aire satisfecho no somos felices ni nos sentimos seguros. Hay demasiadas diferencias, antagonismos, sufrimientos... Todavía hay hambre y discriminaciones sangrantes; hombres que dominan a otros, depredadores y no colaboradores en la tarea de organizar este mundo.
No existe sólo el sol. Hay también nieblas, noches cerradas, temporales y vientos devastadores. El mismo sol que calienta a unos puede ser sofocante y duro para otros. La muerte es una realidad.
Y, sin embargo, tenemos derecho a soñar con un mundo donde la libertad, la paz..., no sean palabras que se usan en los discursos pero que, en la práctica, no significan nada. Las Bienaventuranzas van más allá de ese anhelo. No debemos dudarlo. Pidamos al Señor que nos aumente la fe y nos ayude a vivir según este programa.
«Al ver Jesús a las multitudes, subió al monte; se sentó y se le acercaron sus discípulos; y abriendo su boca les enseñaba diciendo: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el Cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas que os precedieron» (Mateo 5,1-12).
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