Vivimos en un tiempo en el que nos hemos acostumbrado a obtener las cosas en menos tiempo que antes, a acortar distancias, y así como hoy podemos acelerar procesos que en otro tiempo requerían un tratamiento más lento, así querríamos que las metas espirituales no fueran el fruto de largas esperas y pacientes esfuerzos. El Señor nos recuerda hoy que la paciencia es necesaria en esta labor que, en colaboración con el Espíritu Santo, hemos de hacer en nosotros mismos y en los que nos rodean. Hemos de trabajar para que Jesucristo sea conocido y querido con visión de eternidad, con sentido de futuro, y esto, sin paciencia, es imposible.
La paciencia es una virtud propia del que espera llegar a una meta, el requisito de cualquier logro valioso. Pretender obtener enseguida un resultado e impacientarse por no conseguirlo manifiesta una actitud parecida a la colérica. La diferencia está en que el colérico no se adapta a las personas y a las cosas con las que convive y el impaciente se queja de la tardanza en lograr algo de las personas o de las cosas. Es un inadaptado con respecto al tiempo como el colérico lo es a la realidad. La paciencia, en cambio, se acomoda al compás de las personas y de las cosas sin acelerarlo.
Un cristiano que viva la recia virtud de la paciencia no se desconcertará al advertir la indiferencia de algunos por las cosas de Dios porque sabe que hay personas que en capas subterráneas guardan, como en la bodega los buenos vinos, un ansia grande de Dios que es preciso sacar afuera a su debido tiempo, respetando sus ritmos, como el labrador respeta las estaciones. El hombre paciente se asemeja al labrador que acomoda su tarea al ritmo propio de la naturaleza, al arado, la siembra, el riego..., una serie de tareas que llevan meses hasta lograr el pan para los suyos y otros muchos. El impaciente querría comer sin sembrar. Si abandonamos la lucha por mejorar como cristiano y por ayudar a que otros mejoren porque no vemos resultados, estamos cediendo a la impaciencia, desconfiamos de Dios, de las personas y de nosotros mismos, que necesitan y necesitamos un tiempo para que la semilla del Reino de Dios se convierta en un árbol que da fruto.
En aquel tiempo decía Jesús a las turbas: -‘El Reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. Él duerme de noche, y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega’.
Dijo también: —‘¿Con qué podemos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después, brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas’.
Con muchas parábolas parecidas les exponía la Palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado” (Marcos 4,26-34).
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