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domingo, 14 de agosto de 2022

El día del Señor: domingo 20º del T.O. (C)

El Señor nos recuerda el Amor tan grande que nos tiene y nos invita a abrinos a él. Acompaño mis reflexiones. 

"Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla!". Todo la vida de Cristo gravita sobre este momento, la hora, su hora, como le gustaba llamarla, de dar la vida por la Humanidad. 

Representa un consuelo inmenso saber que somos amados con toda la energía de un Dios. Cuando no se olvida que una sola gota de su sangre, un mero deseo, hubiese bastado para redimir a la humanidad de todas sus culpas y, no obstante, Cristo la vertió toda en el atroz suplicio de la Cruz, estamos en condiciones, al menos, de intuir cuál es la seriedad con que Dios nos ama.

¡Somos gente intensamente querida incluso en las horas de mayor ingratitud o en las que hemos cometido los pecados más grandes! Este amor se llevó a cabo en la Cruz y se nos hace presente en la celebración del Santo Sacrificio de la Misa. Si queremos tener en el corazón idénticos sentimientos que Cristo Jesús (Cf Flp 2, 5), hemos de amar la Santa Misa y hacer de nuestra vida una Misa, esto es una entrega también de nuestra vida a los demás.

"La Eucaristía -enseña Juan Pablo II- nos educa en el amor de un modo más profundo; en efecto, demuestra qué valor debe tener a los ojos de Dios todo hombre, nuestro hermano y hermana, si Cristo se ofrece a Sí mismo bajo las especies del pan y del vino...Así mismo debemos hacernos particularmente sensibles a todo sufrimiento y miseria humana, a toda injusticia y ofensa, buscando el modo de repararlos de manera eficaz. Aprendamos a descubrir con respeto la verdad del hombre interior, porque precisamente este interior del hombre se hace morada de Dios presente en la Eucaristía".

Este anhelo de Jesús por hacer arder los corazones ha contagiado a innumerables personas a lo largo de la historia que han sabido corresponder generosamente. Por ejemplo, san Josemaría narraba en primera persona cómo le sucedió a él y cómo reaccionó: “cuando yo tenía barruntos de que el Señor quería algo y no sabía lo que era, decía gritando, cantando, ¡como podía!, unas palabras que seguramente, si no las habéis pronunciado con la boca, las habéis paladeado con el corazón: ignem veni mittere in terram et quid volo nisi ut accendatur? (Lc 12, 49); he venido a poner fuego a la tierra, ¿y qué quiero sino que arda? Y la contestación: ecce ego quia vocasti me! (1 Reg 3, 9), aquí estoy, porque me has llamado”

Podemos preguntarnos si tenemos habitualmente esta valentía y disponibilidad de los santos para favorecer la acción divina en nosotros; si nuestro diálogo diario con Dios hace arder nuestro corazón como a los discípulos de Emaús; si permitimos al Espíritu Santo que nos mueva como a ellos a anunciarlo a otros llenos de alegría y del mismo afán apostólico.

Así debe ser porque, en realidad, la Misa no termina cuando volvemos a nuestras ocupaciones habituales. "Después de haber participado en la Misa, enseña Pablo VI, cada uno ha de ser solícito en agradar a Dios y vivir rectamente, practicando lo aprendido y progresando en el servicio de Dios, trabajando por impregnar el mundo del espíritu cristiano y siendo testigo de Cristo en toda circunstancia".

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -«He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla! ¿Pensáis que be venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra” (Lucas 12,49-53).

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