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sábado, 22 de octubre de 2022

El día del Señor: domingo 30º del T.O. (C)

El Señor nos lleva de la mano a la humildad: al conocimiento auténtico de nosotros mismos. Acompaño mis reflexiones.

El contraste entre los dos personajes de la parábola es llamativo y provocador, sobre todo porque, para la opinión pública de entonces, la figura de un fariseo sintetizaba el modelo de la virtud y la instrucción, mientras el solo nombre de publicano era ya sinónimo de pecador (cfr. p.ej. Lc 5,30) y eran tachados como impuros por trabajar para los gentiles.

Jesús presenta al fariseo orgulloso de sí mismo y con rasgos casi cómicos: reza “quedándose de pie” y más adelantado que el publicano; se dirige a Dios de forma grandilocuente; repasa la lista de sus méritos cumplidos incluso más allá de lo prescrito, como sus ayunos; y vive en constante comparación con los demás, a los que considera inferiores. El fariseo cree que reza, pero en realidad vive un monólogo “para sus adentros”, buscando su satisfacción personal y cerrándose a la acción de Dios.

En cambio, el publicano se queda lejos y con la mirada baja, porque se siente indigno de dirigirse a su Señor; y en su oración se golpea el pecho, como para romper la dureza del corazón y dejar entrar el perdón de Dios. Como señala san Agustín, “aunque le alejaba de Dios su conciencia, le acercaba a él su piedad”.

Jesús dibuja con perfiles tan marcados la arrogancia del fariseo que ninguno querría parecerse a él, sino más bien al publicano humilde. Sin embargo, nos acecha una forma similar de arrogancia, aunque se presente más sutil, puede filtrarse en nuestro comportamiento y en nuestra forma de orar.

¡Qué pagados de sí mismos viven algunos! Yo tengo mi moral. La conciencia no me acusa de nada. Soy fiel a mí mismo. ¡Cuántos que por un progresivo encariñamiento con la vida cómoda y un código moral a la carta, como suele decirse, han ido anestesiando su conciencia y viven orgullosos de su propia rectitud! ¡Nadie es buen juez en causa propia, como afirma el sentir popular! "Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros", asegura con rotundidad S. Juan (1 Jn 1,8).

Acudir al templo y ponerse en la presencia de Dios con la conciencia dolorida por nuestras ofensas y olvidos, es lo que nos justifica ante Dios, "porque el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido", como nos dice Jesús en esta soberbia parábola. Un poco de meditación con el Santo Evangelio y un examen más detenido de nuestro modo de obrar nos ayudaría a despabilar la conciencia despertándola de ese sueño complaciente.

Un vistazo más detenido a las distintas habitaciones y enseres de esa casa nuestra que es el alma, tal vez descubriría que el polvo se ha amontonado en algunos rincones, que hay desperfectos y cosas que no funcionan. ¿Quién es lo bastante bueno como para asegurar que ordinariamente se extralimita en sus deberes con Dios, con los demás y consigo mismo? ¿Quién puede asegurar honestamente que ha mantenido cerradas las puertas y ventanas de su corazón a la suciedad exterior o que alguna rata incluso no se ha introducido en la bodega donde guardamos las provisiones? Examinarse, para ver como vamos es tan necesario como llevar el coche al taller, el traje a la tintorería o ir al médico de tanto en tanto. Nos conoceríamos mejor y abandonaríamos ese aire satisfecho que en el plano moral es inapropiado. 

«Dijo también esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos teniéndose por justos y despreciaban a los demás: Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo, y el otro publicano. El fariseo, quedándose de pie, oraba para sus adentros: oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todo lo que poseo. Pero el publicano, quedándose lejos, ni siquiera se atrevía a levantar sus ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: oh Dios, ten compasión de mí que soy un pecador. Os digo que éste bajó justificado a su casa, y aquél no. Porque todo el que se ensalza será humillado, y todo el que se humilla será ensalzado» (Lucas 18,9-14).

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