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domingo, 26 de agosto de 2012

EL DÍA DEL SEÑOR: DOMINGO XXI DEL TIEMPO ORDINARIO

   La fidelidad a Dios, que es quien nos ha dado garantías de eternidad, pide que ante esas cosas que Él nos pide no se alce la crítica y le abandonemos moviendo con desaprobación la cabeza: “muchos de sus discípulos se echaron atrás y no volvieron a ir con Él”. Debemos emular la contestación de los israelitas a Josué: “lejos de nosotros abandonar al Señor”; y la de Pedro: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna”.

   Dice Von Hildebrand, que “un hombre cuya fe y amor no se presenta como inconmovible, no creería realmente, ni amaría. Una vivencia auténtica de estas actitudes implica necesariamente la sensación de que nada puede destruirlas. Un amante que dice: Te amo ahora, pero no me atrevo a decir por cuánto tiempo, no ama, porque pertenece a la esencia de la fe, a la esencia de una decisión solemne y profunda, a la verdadera esencia del amor, decir: Nada puede cambiarlo ni modificarlo”.


   La amistad que Dios quiere establecer con el hombre, la común unión es tan estrecha, que Jesús la ilustra con esta escandalosa propuesta de comer su carne y beber su sangre. “Entre los tabúes más rigurosos del hebraísmo, recuerda Messori, estaba la abstención de sangre. Precepto que conservan incluso algunos grupos de cristianos de estricta interpretación literal bíblica como los Testigos de Jehová, que, como es sabido, prefieren morir antes de someterse a transfusiones, por considerar esa práctica como un alimentarse de sangre. Los Hechos de los Apóstoles cuentan que en el primer concilio de la iglesia naciente, los jefes de la comunidad deciden mantener únicamente las cosas necesarias del hebraísmo; y, entre ellas, precisamente el abstenerse de sangre”. Este es un rasgo más de la sinceridad de los evangelistas al transmitirnos las palabras de Jesús.

   La fe y la fidelidad al Señor suponen no sólo creer lo que no se ve sino aceptar sin reservas lo que no se entiende pero estamos ciertos de que Dios lo quiere. “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos. Y sabemos que tú eres el Santo, consagrado por Dios”, debemos decir con San Pedro.

   En este mundo todo se acaba, todo está sujeto a la ley del envejecer y morir. Jesucristo es lo permanente. ¿No es desconcertante que quien tuvo unos comienzos tan modestos en Belén y luego fracasó en una cruz como un bandido haya galvanizado el corazón de millones de personas y resistido a lo largo de siglos tantos embates? Sería una empresa imposible borrar hoy el nombre de Jesucristo y suprimir el afecto que le profesan tantas almas. Cristo está vivo; y para esta permanencia, única en la Historia, no existe explicación humana. ¡No lo dudemos! El futuro es de los creen que “sólo Él tiene palabras de vida eterna”.

Justo Luis R.  Sánchez de Alva

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