La fidelidad a Dios, que es quien nos ha
dado garantías de eternidad, pide que ante esas cosas que Él nos pide
no se alce la crítica y le abandonemos moviendo con desaprobación la
cabeza: “muchos de sus discípulos se echaron atrás y no volvieron a ir
con Él”. Debemos emular la contestación de los israelitas a Josué:
“lejos de nosotros abandonar al Señor”; y la de Pedro: “Señor, ¿a quién
vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna”.
Dice Von Hildebrand, que “un hombre cuya
fe y amor no se presenta como inconmovible, no creería realmente, ni
amaría. Una vivencia auténtica de estas actitudes implica necesariamente
la sensación de que nada puede destruirlas. Un amante que dice: Te amo
ahora, pero no me atrevo a decir por cuánto tiempo, no ama, porque
pertenece a la esencia de la fe, a la esencia de una decisión solemne y
profunda, a la verdadera esencia del amor, decir: Nada puede cambiarlo
ni modificarlo”.
La amistad que Dios quiere establecer
con el hombre, la común unión es tan estrecha, que Jesús la ilustra con
esta escandalosa propuesta de comer su carne y beber su sangre. “Entre
los tabúes más rigurosos del hebraísmo, recuerda Messori, estaba la
abstención de sangre. Precepto que conservan incluso algunos grupos de
cristianos de estricta interpretación literal bíblica como los Testigos
de Jehová, que, como es sabido, prefieren morir antes de someterse a
transfusiones, por considerar esa práctica como un alimentarse de
sangre. Los Hechos de los Apóstoles cuentan que en el primer concilio de
la iglesia naciente, los jefes de la comunidad deciden mantener
únicamente las cosas necesarias del hebraísmo; y, entre ellas,
precisamente el abstenerse de sangre”. Este es un rasgo más de la
sinceridad de los evangelistas al transmitirnos las palabras de Jesús.
La fe y la fidelidad al Señor suponen no
sólo creer lo que no se ve sino aceptar sin reservas lo que no se
entiende pero estamos ciertos de que Dios lo quiere. “Señor, ¿a quién
vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos. Y
sabemos que tú eres el Santo, consagrado por Dios”, debemos decir con
San Pedro.
En este mundo todo se acaba, todo está
sujeto a la ley del envejecer y morir. Jesucristo es lo permanente. ¿No
es desconcertante que quien tuvo unos comienzos tan modestos en Belén y
luego fracasó en una cruz como un bandido haya galvanizado el corazón de
millones de personas y resistido a lo largo de siglos tantos embates?
Sería una empresa imposible borrar hoy el nombre de Jesucristo y
suprimir el afecto que le profesan tantas almas. Cristo está vivo; y
para esta permanencia, única en la Historia, no existe explicación
humana. ¡No lo dudemos! El futuro es de los creen que “sólo Él tiene
palabras de vida eterna”.
Justo Luis R. Sánchez de Alva
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