“Aleluya,
aleluya. Hoy es la Asunción de María: se alegra el ejército de los
ángeles. Aleluya”. Celebramos con toda la Iglesia la glorificación de
María, preludio también de la de todos los redimidos por Jesucristo.
María
es aquella Mujer prometida en el Paraíso para aplastar la cabeza del
enemigo de la Humanidad (Cfr Gen 3,15); la Mujer que en las bodas de
Caná intercede ante Jesús para remediar las necesidades de los hombres
(Cfr Jn 2,1-11); la Mujer que en el Calvario nos entregó Jesucristo como
Madre (Cfr Jn 19,26) y que reúne en torno suyo a sus hijos para orar,
preparando así la venida del Espíritu Santo (Cfr Act 1,14).
La Mujer del
Apocalipsis, vestida de sol, la luna a sus pies y una diadema de doce
estrellas en su cabeza, que defiende la vida cristiana amenazada por el
dragón infernal (Ap 12,1). María es la virgen que concebirá un hijo que
se llamará Enmanuel: Dios con nosotros (Cfr Is 7,14), y que, cuarenta
días después de resucitado, entrará en el Cielo. Ella ha introducido lo
humano en el Reino de los Cielos. Ella misma será llevada en cuerpo y
alma a los Cielos. Es lo que celebramos hoy.
“Convenía
-enseña S. Juan Damasceno- que aquella que en el parto había conservado
intacta su virginidad, conservara también su cuerpo después de la
muerte libre de la corruptibilidad. Convenía que aquella que había
llevado al Creador como un niño en su seno tuviera después su mansión en
el cielo. Convenía que la esposa que el Padre había desposado habitara
en el tálamo celestial... Convenía que la Madre de Dios poseyera lo
mismo que su Hijo y que fuera venerada por toda criatura”. Esta
enseñanza que recoge el sentir de la Tradición, tiene un eco en el
Prefacio de la Misa de hoy: “Con razón no quisiste, Señor, que conociera
la corrupción del sepulcro la mujer que, por obra del Espíritu,
concibió en su seno al autor de la vida, Jesucristo, Hijo tuyo y Señor
nuestro”.
Jesús
había dicho a los suyos: “En la casa de mi Padre hay mucho sitio...,
cuando me vaya y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os
llevaré conmigo, para que donde Yo estoy, estéis también vosotros” (Jn
14,2-3). Cristo se lleva a su Madre a ese sitio, porque Ella “se
consagró totalmente como esclava del Señor a la persona y a la obra de
su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención con Él y
bajo Él, con la gracia de Dios omnipotente” (L. G. ,56).
Hoy
es un día para que brote espontáneo del corazón una encendida alabanza a
María que sea, al mismo tiempo, expresión de nuestra gratitud y
alegría. “¡Salve, María! Pronuncio con inmenso amor y reverencia estas
palabras, tan sencillas y a la vez tan maravillosas. Nadie podrá
saludarte nunca de un modo más estupendo que como lo hizo un día el
Arcángel en el momento de la Anunciación. Ave, Maria, gratia plena,
Dominus tecum. Repito estas palabras que tantos corazones guardan y que
tantos labios pronuncian en todo el mundo... Son las palabras con las
que Dios mismo, a través de su mensajero, te ha saludado a Ti” (Juan
Pablo II).
Justo Luis R. Sánchez de Alva
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