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domingo, 15 de febrero de 2015

EL DÍA DEL SEÑOR: DOMINGO 6º DEL T.O. (B)

   La curación de un leproso que narra el Evangelio de la Misa [1] debió de conmover mucho a las gentes y fue objeto frecuente de predicación en la catequesis de los Apóstoles. Así nos lo hace ver el hecho de ser recogido con tanto detalle por tres Evangelistas. 

   De ellos, San Lucas precisa que el milagro se realizó en una ciudad, y que la enfermedad se encontraba ya muy avanzada: estaba todo cubierto de lepra [2], nos dice. La lepra era considerada entonces como una enfermedad incurable. Los miembros del leproso eran invadidos poco a poco, y se producían deformaciones en la cara, en las manos, en los pies, acompañadas de grandes padecimientos. 

Por temor al contagio, se les apartaba de las ciudades y de los caminos. Como se lee en la Primera lectura de la Misa [3], se les declaraba por este motivo legalmente impuros, se les obligaba a llevar la cabeza descubierta y los vestidos desgarrados, y habían de darse a conocer desde lejos cuando pasaban por las cercanías de un lugar habitado. Las gentes huían de ellos, incluso los familiares; y en muchos casos se interpretaba su enfermedad como un castigo de Dios por sus pecados. Por estas circunstancias, extraña ver a este leproso en una ciudad. Quizá ha oído hablar de Jesús y lleva tiempo buscando la ocasión para acercarse a Él. Ahora, por fin, le ha encontrado y, con tal de hablarle, incumple las tajantes prescripciones de la antigua ley mosaica. 


Cristo es su esperanza, su única esperanza. La escena debió de ser extraordinaria. Se postró el leproso ante Jesús, y le dijo: Señor, si quieres puedes limpiarme. Si quieres... Quizá se había preparado un discurso más largo, con más explicaciones..., pero al final todo quedó reducido a esta jaculatoria llena de sencillez, de confianza, de delicadeza: Si vis, potes me mundare, si quieres, puedes... 

En estas pocas palabras se resume una oración poderosa. Jesús se compadeció; y los tres Evangelistas que relatan el suceso nos han dejado el gesto sorprendente del Señor: extendió la mano y le tocó. Hasta ahora todos los hombres habían huido de él con miedo y repugnancia, y Cristo, que podía haberle curado a distancia -como en otras ocasiones-, no sólo no se separa de él, sino que llegó a tocar su lepra. No es difícil imaginar la ternura de Cristo y la gratitud del enfermo cuando vio el gesto del Señor y oyó sus palabras: Quiero, queda limpio. 

El Señor siempre desea sanarnos de nuestras flaquezas y de nuestros pecados. Y no tenemos necesidad de esperar meses ni días para que pase cerca de nuestra ciudad, o junto a nuestro pueblo... Al mismo Jesús de Nazaret que curó a este leproso le encontramos todos los días en el Sagrario más cercano, en la intimidad del alma en gracia, en el sacramento de la Penitencia. "Es Médico y cura nuestro egoísmo, si dejamos que su gracia penetre hasta el fondo del alma. Jesús nos ha advertido que la peor enfermedad es la hipocresía, el orgullo que lleva a disimular los propios pecados. Con el Médico es imprescindible una sinceridad absoluta, explicar enteramente la verdad y decir: Domine, si vis, potes me mundare (Mt 8, 2), Señor, si quieres -y Tú quieres siempre-, puedes curarme. 

Tú conoces mi flaqueza; siento estos síntomas, padezco estas otras debilidades. Y le mostramos sencillamente las llagas; y el pus, si hay pus" [4]; todas las miserias de nuestra vida. Hoy debemos recordar que las mismas flaquezas y debilidades pueden ser la ocasión para acercarnos más a Cristo, como le ocurrió a este leproso. Desde aquel momento sería ya un discípulo incondicional de su Señor. ¿Nos acercamos nosotros con estas disposiciones de fe y de confianza a la Confesión? ¿Deseamos vivamente la limpieza del alma? ¿Cuidamos con esmero la frecuencia con que hayamos previsto recibir este sacramento?

Francisco F. Carvajal

(1) Mc 1, 40 - 45.
(2) Lc 5, 12.
(3) Lv 13, 1 - 2; 44 - 46.
(4) San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 93.

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