Cuando el pasado Jueves Santo las noticias reflejaron la masacre de 147 personas en la universidad de Garissa (Kenia), el Papa manifestó su cercanía a los familiares de las víctimas, y un día después lamentó el “silencio cómplice” de quienes observan con indiferencia cómo los cristianos siguen siendo perseguidos y asesinados.
El primer lunes de Pascua, el Pontífice fue aún más directo y pidió al mundo que no mire hacia otro lado: “Pido que la comunidad internacional no permanezca muda e inerte frente a tal crimen inaceptable, que constituye una violación preocupante de los derechos humanos más elementales”.
Los cristianos son víctimas de masacres, desplazamientos forzosos, secuestros y despojo, en un amplio espectro territorial que va del norte de Nigeria a Kenya, de Libia a Siria e Iraq, y es el islamismo extremista el que lo azuza. Occidente pudiera hacer más para detener esa fatal influencia —la propia Santa Sede ha expresado que los países con capacidad para ello pueden hacer uso de la fuerza militar para poner fin al atropello contra los cristianos, los miembros de otras minorías y los musulmanes que no se pliegan a los caprichos de los fanáticos—, pero los decision-makers se toman su tiempo. Un tiempo que, para quienes ven pender la espada sobre sí, es bastante escaso.
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