Desde el día de nuestro Bautismo, cada uno de nosotros está en comunión con el único Dios (1ª Lectura), y al ser incorporados a Cristo, recibimos el Espíritu de hijos adoptivos por el que podemos llamar a Dios: Padre nuestro (2ª Lectura).
El misterio de la Santísima Trinidad es la fuente de donde nace la vida cristiana, de la que se alimenta, y hacia la que tiende. Venimos de Dios, hechos a su imagen y semejanza. Vivimos de Dios y a Él nos encaminamos. Hijos del Padre, hermanos de Jesucristo y vivificados por el Espíritu Santo.
Deberíamos considerar con frecuencia, a diario, esta formidable realidad: somos hijos de Dios y el Espíritu Santo está en el centro de nuestra alma. Somos un asunto divino, hemos sido introducidos, ya aquí en la tierra y como un anticipo, en la intimidad divina de la que un día disfrutaremos con plenitud, sin velos ni limitaciones, y por toda una eternidad. “Carísimos desde ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal y como es” (1 Jn 2, 2).
Es ésta una verdad impresionante y consoladora que puede, en ocasiones, llenarnos de un asombro santo y de una duda también santa: ¿no es demasiado hermoso para que sea verdad? Este sentimiento está recogido en la Liturgia de la Iglesia cuando, antes de rezar la oración que Cristo nos dictó, ella quiere que digamos: “Fieles a la recomendación del Salvador y siguiendo su divina enseñanza, nos atrevemos a decir: Padre nuestro... Nos atrevemos. ¿No supondría una solemne impertinencia el dirigirnos a la majestad infinita de Dios con la espontaneidad y confianza con la que los hijos se dirigen a sus padres? Y sin embargo, esta verdad fue enunciada por Cristo.
“¡Dios es mi Padre! −Si lo meditas, no saldrás de esta consoladora consideración. − ¡Jesús es mi Amigo entrañable! (otro Mediterráneo), que me quiere con toda la divina locura de su Corazón. − ¡El Espíritu Santo es mi Consolador!, que me guía en el andar de todo mi camino. Piénsalo Bien. −Tú eres de Dios..., y Dios es tuyo” (S. Josemaría Escrivá).
¡Señor! -podríamos rezar hoy- ¡inculca esta verdad en mi vida, no sólo en la cabeza y el corazón sino en mi vivir diario. Que no olvide que nada me puede ocurrir que Tú no lo permitas, y si lo permites que comprenda que eso es siempre lo mejor. Que las contrariedades y los sufrimientos no me quiten la alegría! ¡Señor, que yo oiga en el fondo de mi corazón: tú eres mi hijo amado, en quien me complazco, y que esta certeza me lleve a tomarme en serio, como un buen hijo, tus mandamientos y a experimentar el gozo y la paz como un preludio de la dicha que me tienes preparada en el cielo!
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