El papa polaco cumplió con creces, en uno de los pontificados más largos de la historia, los objetivos que expresó en su encíclica programática, ‘Redemptor hominis’
En una tertulia doctrinal con amigos, tras repasar cumplidamente los principales documentos del Concilio Vaticano II, cincuenta años después de su clausura, decidimos dedicar espacio a los grandes textos pontificios de la segunda mitad del siglo pasado, a partir del hoy san Juan XXIII.
Supuso un auténtico descubrimiento, comenzando por las dos grandes encíclicas de este pontífice, del que nadie había esperado tras su elección, ya anciano, la enorme renovación que imprimiría en la Iglesia católica.
Del papa Juan siguen siendo puntos de referencia, al menos, dos encíclicas: Mater et Magistra (15 de mayo de 1961, 70 años después de la famosa Rerum novarum de León XIII) inició el enfoque de la doctrina social de la Iglesia como elemento esencial para la evangelización, trató sistemáticamente el problema de la justicia social internacional y tuvo una gran resonancia fuera de la Iglesia en un mundo que comenzaba a estar globalizado. Pacem in terris (11 de abril de 1963) fue un auténtico tratado sistemático de ética pública y derechos humanos, para forjar la paz en el mundo, como consecuencia de una adecuada regulación de las relaciones de unos con otros, de los ciudadanos con las autoridades públicas de cada Estado; en fin de las relaciones internacionales para configurar la comunidad mundial desde la perspectiva del bien común universal.
Pablo VI, además de continuar esos grandes temas, ofreció en su primera encíclica, Ecclesiam Suam (6 de agosto de 1964), una emblemática enseñanza sobre el diálogo, con la ilusión de que la Iglesia y la sociedad se conocieran y se entendieran mutuamente, con espíritu positivo, al servicio de los hombres. En la exhortación Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975) ofrecería un diseño de la evangelización, en el que se siguen inspirando quienes se ocupan de llevar la doctrina cristiana a los hombres de nuestro tiempo.
Se comprende que, al ser elegido papa, Karol Wojtyla adoptase un nombre compuesto, secundando la decisión que tomó por vez primera en la historia, si no me equivoco, el cardenal Albino Luciani: ambos deseaban continuar la gran aportación de sus predecesores Juan y Pablo. El papa polaco cumplió con creces, en uno de los pontificados más largos de la historia, los objetivos que expresó en su encíclica programática, Redemptor hominis (4 de marzo de 1979): introducía, si se puede resumir así, la centralidad de Cristo en la Iglesia, con la mirada puesta en el nuevo milenio y en el jubileo del año 2000.
A lo largo de estos últimos años, he ido repasando también, con ese grupo de amigos, grandes documentos de Juan Pablo II, y llegamos a la conclusión de su plena vigencia, pues los temas que abordan continúan en primer plano de la cultura: las indispensables actualizaciones apenas afectan a los enfoques de fondo, ni al desarrollo de la exposición. Algunos textos pasarán a la historia, porque reflejan el estado de la cuestión de temas esenciales, con enfoques y pautas difícilmente superables.
Las recordaré casi telegráficamente. Tras una exhortación postsinodal sobre evangelización, Catechesi Tradendae (16 de octubre de 1979), dedicó su segunda encíclica a la misericordia divina, tema también central en el pontificado de Francisco, como acaba de recordar Benedicto XVI a los obispos polacos: Dives in Misericordia (30 de noviembre de 1980) enseña que la Iglesia, para ser de veras servidora del hombre, debe centrarse teocéntricamente, orientada al Padre en Cristo Jesús, “uno de los principios fundamentales, y quizás el más importante, del Magisterio del último Concilio” (n. 1). En tiempos de pandemia, cómo no recurrir a Salvifici doloris, sobre el sentido del sufrimiento y del mal (11-2-1984), un texto en buena medida inseparable del fundamento de la paz: Reconciliatio et Paenitentia (2 de diciembre de 1984).
Poco antes, Familiaris Consortio (22 de noviembre de 1981) abordaba cuestiones familiares de enorme vigencia: después de los últimos sínodos y textos, sigue constituyendo una piedra miliar del mensaje católico, como lo son los documentos que desarrollan y sistematizan la doctrina social de la Iglesia:
Laborem Exercens (14 de septiembre de 1981), Sollicitudo Rei Socialis (30 de diciembre de 1987), Centesimus Annus (1 de mayo de 1991). O el tratado sobre la vida, Evangelium Vitae (25 de marzo de 1995), que −entre muchos otros aspectos− abriría camino hacia la deseable abolición de la pena de muerte. Siempre, con una participación decisiva de los laicos: Christifideles Laici (30 de diciembre de 1988). Y un aliento continuo del ecumenismo, incluida la búsqueda de nuevos modos de vivir el ministerio petrino: Ut Unum Sint (25 de mayo de 1995).
Juan Pablo II dedicó gran atención al Espíritu Santo, Dominum et Vivificantem (18 de mayo de 1986), a la Eucaristía, Ecclesia de Eucharistia (17 de abril de 2003), a la Virgen, Redemptoris Mater (25 de marzo de 1987), a san José, Redemptoris Custos (15 de agosto de 1989), con aspectos tan prácticos como el sentido del domingo, Dies Domini (31 de mayo 1998) o las devociones marianas, Rosarium Virginis Mariae (16 de octubre 2002). En fin, dentro de las grandes cuestiones filosóficas y teológicas, ahí están Veritatis Splendor (6 de agosto de 1993) y Fides et Ratio (14 de septiembre de 1998).
Personalmente, viví con interés la preparación del jubileo del año 2000. Grata y grande sorpresa fue la carta que firmó el 6 de enero de 2001, Novo millennio ineunte, al cerrar la puerta de la basílica de san Pedro, símbolo del final de jubileo. Vale la pena releerla, porque abre el panorama inmenso que seguimos teniendo a la vista veinte años después.
Salvador Bernal,
en religion.elconfidencialdigital.com
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