Volver a empezar, en ocasiones, parece difícil. Además, tras un fracaso o una dura prueba, se puede llegar a pensar que recomenzar es ya imposible
“Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer” (Gal 4,4). Estamos ya con un pie en el año viejo y con el otro en el nuevo: 2021. Dejamos atrás tantas luchas y las incertidumbres, y el dolor, que nos ha traído la epidemia del covid. Queremos comenzar el año, llenos de esperanza, al calor de la Navidad.
Queremos recomenzar. Hace poco se ha publicado un libro que se titula así, El arte de recomenzar. Porque es un arte, que necesitamos ejercitar. La vida es una serie interminable de inicios. Volver a empezar, en ocasiones, parece difícil. Además, tras un fracaso o una dura prueba, se puede llegar a pensar que recomenzar es ya imposible. El libro trata de demostrar exactamente lo contrario: recomenzar es posible, siempre.
Habrán pasado, en estas últimas horas, como en una película, antes nuestros ojos, los meses transcurridos en este año. Qué distinto ha sido. Quizás recordemos el inicio de la pandemia con tantas consecuencias. Y nos habrá venido a la memoria también la oración del Santo Padre con la Plaza de San Pedro vacía. Y luego tantas escenas que no se olvidan, tantos rezos por las personas enfermas, por las que fallecían. Y tanta ayuda desinteresada de unos y otros. Y la consideración de que Dios de los males saca bienes y de los grandes males grandes bienes. Del mayor mal, que fue la crucifixión del Hijo, nos obtuvo la redención. La celebración del Sacrificio de la Cruz en nuestros altares nos lo recuerda: ese acto violento se transforma en Eucaristía, en acción de gracias. Por otra parte, hemos vivido, en este año, de un modo muy particular, la Comunión de los Santos. Y, en todo, en nuestro día a día, la pelea por saber amar. Con derrotas y victorias. Y en cuyo caso, habremos acudido al sacramento del Perdón.
Nos habremos servido quizás, de la jaculatoria que repetía el Beato Álvaro, al hacer balance de este año que finaliza: gracias, perdón y ayúdame más. En la carta que el Papa escribía al Prelado de la Obra, con motivo de la Beatificación nos decía: “¡Gracias, perdón, ayúdame! En estas palabras se expresa la tensión de una existencia centrada en Dios. De alguien que ha sido tocado por el Amor más grande y vive totalmente de ese amor. De alguien que, aun experimentando sus flaquezas y límites humanos, confía en la misericordia del Señor y quiere que todos los hombres, sus hermanos, la experimenten también”.
Comenzamos ahora el año de manos de Nuestra Señora. La Iglesia nos propone el mejor modo de hacerlo. Celebramos la maternidad divina de María. Benedicto XVI comentaba en una fiesta suya:
"Al llegar la plenitud de los tiempos −nos ha recordado también hoy el apóstol san Pablo−, envió Dios a su Hijo" (Ga 4, 4). Y en seguida añade: "nacido de mujer, nacido bajo la ley". El rostro de Dios tomó un rostro humano, dejándose ver y reconocer en el hijo de la Virgen María, a la que por esto veneramos con el título altísimo de "Madre de Dios". Ella, que conservó en su corazón el secreto de la maternidad divina, fue la primera en ver el rostro de Dios hecho hombre en el pequeño fruto de su vientre. La madre tiene una relación muy especial, única y en cierto modo exclusiva con el hijo recién nacido. (…)” Y añadía:
“Entre las muchas tipologías de iconos de la Virgen María en la tradición bizantina, se encuentra la llamada "de la ternura", que representa al niño Jesús con el rostro apoyado −mejilla con mejilla− en el de la Madre. El Niño mira a la Madre, y esta nos mira a nosotros, casi como para reflejar hacia el que observa, y reza, la ternura de Dios, que bajó en ella del cielo y se encarnó en aquel Hijo de hombre que lleva en brazos. En este icono mariano podemos contemplar algo de Dios mismo: un signo del amor inefable que lo impulsó a "dar a su Hijo unigénito" (Jn 3, 16) (Benedicto XVI, Homilia. 1 de enero 2010).
También el Papa Francisco se ha referido a esa imagen, cuando se reunió con los seminaristas que estudian en el Colegio Ucraniano San Josafat de Roma. Les explicó que él reza cada día con un pequeño icono ucraniano de la Virgen de la Ternura, una de las pocas cosas que se trajo de Argentina, un regalo que le hizo hace años quien hoy es el Arzobispo Mayor de los Greco-Católicos ucranianos, Sviatoslav Shevchuk, que entonces atendía a los fieles de este rito en Argentina. Comentó que es una imagen “que conservo con especial veneración. Le rezo todos los días”. Y dijo que Shevchuk se lo regaló hace años “cuando estábamos en Buenos Aires. Cuando vine aquí, a Roma, pedí que me lo trajeran”.
María cuida de cada uno de nosotros con solicitud de Madre. Un motivo especial para nuestra esperanza: La Madre de Dios es también nuestra Madre. Se prodiga en ayudarnos, con mil detalles, en nuestro camino hacia la meta definitiva, el Cielo. Y se anticipa a nuestras peticiones como la mejor Madre. Escuché, en más de una ocasión, a un sacerdote de la Obra, que estudió Filosofía junto con Bellas Artes, y que durante su estancia en Roma convivió con san Josemaría, cómo por encargo suyo pintó algunos cuadros de la Virgen, para enviarla a sus hijos de alguna región. Al terminarlos solía preguntarle: Padre ¿qué jaculatoria quiere que ponga? Y solía decirle: Pon, Mater nostra, Spes nostra. Madre nuestra, Esperanza nuestra.
El Concilio nos enseña en la Lumen Gentium: “Desde los tiempos más antiguos, la Santísima Virgen es venerada con el título Madre de Dios, a cuyo amparo los fieles con sus oraciones se acogen en todos los peligros y necesidades” (LG, 66).
Démosle gracias a nuestra Madre por ese Fiat suyo: por ese hágase, deseoso de que se cumpliera lo propuesto por el Ángel, gracias al cual se nos han abierto las puertas del Cielo, y nos ha alcanzado, ser hijos de Dios. ¡Bendita seas! (cfr Camino 512). Nunca lo meditaremos bastante. Somos elevados a la más alta dignidad. Gracias, Madre. Se lo habremos dicho muchas veces junto al pesebre de Belén.
Max Jacob era un escritor y poeta, de origen judío, con una vida bohemia en el Paris de los primeros años del siglo XX. Se solía reunir con un grupo de artistas alrededor de Montmartre. Se convertirá al catolicismo y Picasso será el padrino de su bautizo en 1915. En uno de sus escritos nos da un consejo fecundo:
“La meditación no consiste en tener ideas. ¡Al contrario! Consiste en tener una, en transformarla en sentimiento, en convicción. Una meditación es buena cuando termina en un sí pronunciado por el cuerpo entero, en un grito del corazón: ¡alegría o dolor! (…) Intente únicamente meditar sobre esto: Dios se ha hecho hombre. Repítaselo hasta llegar a convencerse. Poco importa las imágenes que se presenten, imagen de Cristo niño, joven o crucificado. Poco importa. Repita de rodillas: ¡Dios se ha hecho hombre! ¿Durante cuánto tiempo? Eso depende de sus facultades. Hay buenas meditaciones de diez minutos y malas que duran una hora”. (“Consejos a un joven poeta”) Esta es la gran noticia: Dios se ha hecho hombre, en el seno purísimo de María, para que el hombre se haga hijo de Dios
Decía un conocido filósofo, Jesús Arellano, ya fallecido, que una convicción es una idea clara en el entendimiento, asentada en el corazón. Es dejar que esa verdad, como una semilla, caiga en el corazón y de fruto abundante. Pues la verdad clave de nuestra vida, es esa: Dios se ha hecho hombre. Es más: se hace hombre por mí, para mí. En la Liturgia de las horas que los sacerdotes rezamos el 24 de diciembre, leemos, en el oficio de lecturas, un sermón de San Agustín, en el que el santo de Hipona exhorta con estas palabras: Despierta, hombre: por ti Dios se hizo hombre. Te lo repito: por ti Dios se hizo hombre. El Papa Benedicto se sirvió de ellas un año, para felicitar la Navidad.
Dios envía a su Hijo para endiosarnos, para hacernos, a cada uno, hijos. “Sí, Dios viene al mundo como hijo para hacernos hijos de Dios. ¡Qué regalo tan maravilloso! Hoy Dios nos asombra y nos dice a cada uno: “Tú eres una maravilla”. Hermana, hermano, no te desanimes. ¿Estás tentado de sentirte fuera de lugar? Dios te dice: “No, ¡tú eres mi hijo!””. (Papa Francisco, Homilia de. Navidad 2020)
Nos ha dado la potestad de ser hijos de Dios. Ha querido Dios que seamos hijos suyos. Quiere que vivamos con un hondo sentido la filiación divina. Démosle gracias desde lo íntimo del corazón. Queremos ser suyos por entero. Queremos corresponder a esa gracia tan grande con obras.
“A los de Galacia, San pablo les dice una cosa muy hermosa a propósito de la filiación divina: “Misit Deus Filium suum…, ut adoptionem filiorum reciperemus “(Gal 4,4-5). Envió Dios a su Hijo Jesús, y le hizo tomar la forma de nuestra carne, para que recibiésemos la filiación suya. Mirad, hijos míos, mirad que agradecimiento debemos rendir a ese Hermano nuestro, que nos hizo hijos del Padre. ¿Habéis visto a esos hermanitos vuestros, a esas pequeñas criaturas, hijos de vuestros parientes, que necesitan de todo y de todos? Así es el Niño Jesús. Es bueno considerarlo así, inerme. Siendo el todopoderoso, siendo Dios, se ha hecho Niño desvalido, desamparado, necesitado de nuestro amor.
Pero en aquella fría soledad, con su Madre y san José, lo que Jesús quiere, lo que le dará calor, es nuestro corazón. Por lo tanto ¡arranca del corazón todo lo que estorbe! Tú y yo, hijo mío, vamos a ver todo aquello que estorba en nuestro corazón… ¡Fuera! Pero de verdad”. (san Josemaría, En diálogo con el Señor, 46) Hemos de tener presente que somos hijos de Dios en todo momento y en toda circunstancia. No podemos ser hijos de Dios a ratos. Cristo, que revela el hombre al propio hombre, como ha enseñado el último Concilio, nos descubre lo que es verdaderamente humano, lo que nos conduce a nuestra verdadera plenitud como hombres.
En este sentido, conviene discernir, en nuestra actuación, entre lo que colma el corazón humano de lo que lo destruye. Sin embargo, tantas veces nos engañamos cuando asoma la tentación. De ahí que sea fácil comprobar que, en muchas ocasiones, se difumina en el lenguaje habitual, el criterio correcto. Lo declaraba el Cardenal francés Saliège, considerado héroe nacional en la Segunda Guerra Mundial, por su defensa de los judíos del régimen nazi. “Diciendo “Eso es humano” lo excusamos hoy todo. Alguien se divorcia: eso es humano. Uno bebe: es humano. Otro sumerge su juventud en el vicio: es humano. Se roba: es humano. No hay vicio que no se disculpe con esta frase. De modo que la palabra “humano” sirve para designar lo más débil, y más degradado del hombre. Hay veces en que incluso es sinónimo de animal, ¡qué lenguaje tan especial! Porque en realidad, lo humano es lo que nos distingue de los animales. Humanos son la razón, el corazón, la voluntad, la conciencia, la santidad. Eso es humano”. La norma es Cristo. Lo normal, la santidad. De ahí que como predicaba san Josemaría: “Hemos de pedir al Señor que sepamos discernir lo que es para gloria suya de aquello que le ofende; que conozcamos lo que es para bien de las criaturas, y lo que es para mal; lo que va a hacernos felices, y lo que nos va a arrancar la felicidad” (Ibid, 45). Y obrar en consecuencia.
Qué buen día es hoy, podemos pensar, para recomenzar. San Juan se conmovería cuando escribía: Ved que amor ha tenido el Padre queriendo que nos llamemos hijos de Dios ¡pues lo somos! (1Jn 3,1) y más adelante: Dios es Amor (1Jn 4,8). Ponderemos, al comenzar el año, ese amor para renacer. San Josemaría nos mostraba en una tertulia que Dios es cariño. Qué estupendo resumen de nuestra fe.
Se cuenta de un matrimonio que pasaban por una etapa, en la que, por los roces en su convivencia diaria, habían enfriado el amor. Un amor que se iba apagando, traduciéndose en frialdad, en rutina y en escepticismo. Dejaron entonces, cada uno, de esforzarse por sorprender a la persona amada y rehuían el diálogo. Decidieron los dos, que pasarían unos días juntos, ellos solos, en algún lugar tranquilo, para poder conversar sin prisas. Al término de los cuales, ella afirmaba: me han devuelto la fe en el amor. Sin amor la vida se hace difícil, árida y áspera. Pongamos cariño en lo que hacemos. Llenemos de atenciones las jornadas. Cuidemos lo pequeño, donde late algo divino. El Beato Ávaro nos proponía un día como hoy: Año nuevo, amor nuevo. En la vida de piedad, en la vida de familia, en el trabajo, en el apostolado. Démosle a nuestra vida el carácter de servicio. Podremos decir entonces: Nosotros hemos experimentado el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él (1Jn 4,16) Estamos llamados a manifestar ese amor con obras. “Solo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama” enseñaba Benedicto XVI 16 (Deus caritas est, 18). Aprendamos a olvidarnos de nosotros mismos. Pensemos primero en los demás. Tendremos errores, pero pasaremos como Cristo haciendo el bien Y recibiremos la gran paga: el Amor. (cfr san Josemaría, Viacrucis XIV, 4)
Acabamos con el deseo de aumentar la confianza con nuestra Madre Santa María. “Conversar con Ella nos consuela, nos libera y nos santifica. La Madre no necesita de muchas palabras, no le hace falta que nos esforcemos demasiado para explicarle lo que nos pasa. Basta musitar una y otra vez: “Dios te salve, Maria…”” (Papa Francisco, Gaudete et exsultate 176)
Eduardo Peláez
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