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jueves, 27 de mayo de 2021

La certeza de ser escuchados

 El Papa, durante la Audiencia general de ayer, ha continuado con el ciclo de catequesis sobre la oración

Catequesis del Santo Padre en español


Texto completo de la catequesis del Santo Padre traducida al español

Hay un desafío radical en la oración, que se deriva de una observación que todos hacemos: rezamos, pedimos, pero a veces nuestras oraciones parecen no ser escuchadas: lo que pedimos, para nosotros o para los demás, no se cumple. Tenemos esa experiencia muchas veces. Y si la razón por la que rezamos era noble (como la intercesión por la salud de un enfermo, o por el fin de una guerra), el incumplimiento nos parece escandaloso. Por ejemplo, por las guerras: estamos rezando para que terminen las guerras, estas guerras en tantas partes del mundo, pensemos en Yemen, pensemos en Siria, países que están en guerra desde hace años, ¡muchos años! Países atormentados por guerras, por los que rezamos pero no terminan. ¿Como puede ser? “Hay quien deja de orar porque piensa que su oración no es escuchada” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2734). Pero si Dios es Padre, ¿por qué no nos escucha? El que nos aseguró dar cosas buenas a los hijos que se lo piden (cfr. Mt 7,10), ¿por qué no responde a nuestras peticiones? Todos tenemos experiencia de esto: oramos, rezamos por la enfermedad de ese amigo, ese padre, esa madre, y luego mueren, Dios no nos ha escuchado. Es una experiencia de todos nosotros.

El Catecismo nos ofrece una buena síntesis sobre la cuestión. Nos pone en guardia ante el riesgo de no vivir una auténtica experiencia de fe, sino de transformar la relación con Dios en algo mágico. La oración no es una barita mágica: es un diálogo con el Señor. En efecto, cuando rezamos podemos caer en el riesgo de no servir a Dios, sino pretender que sea Él quien nos sirva a nosotros (cfr. n. 2735). Es una oración que siempre exige, que quiere dirigir los acontecimientos según nuestro plan, que no admite otros proyectos que nuestros deseos. En cambio, Jesús tuvo una gran sabiduría al poner el “Padre Nuestro” en nuestros labios. Es una oración solo de peticiones, como sabemos, pero las primeras que pronunciamos están todas del lado de Dios. Se pide que no se haga realidad nuestro plan sino su voluntad en el mundo. Mejor dejárselo a Él: “Santificado sea tu nombre, venga tu reino, hágase tu voluntad” (Mt 6,9-10).

El Apóstol Pablo nos recuerda que “no sabemos lo que debemos pedir como conviene” (Rm 8,26). Pedimos por nuestras necesidades, por las cosas que queremos, “¿pero eso es lo más conveniente o no?”. Pablo nos dice: no sabemos pedir como conviene. Cuando rezamos debemos ser humildes: esa es la primera actitud para ir a rezar. Así como existe la costumbre en tantos sitios de que, para ir a rezar a la iglesia, las mujeres se ponen un velo o se toma agua bendita para empezar a rezar, así debemos asegurarnos, antes de la oración, de lo que sea más conveniente, de que Dios me dé lo que más me conviene: Él lo sabe. Cuando rezamos debemos ser humildes, para que nuestras palabras sean efectivamente oraciones y no un despropósito que Dios rechaza. Se puede incluso rezar por motivos equivocados: por ejemplo, para derrotar al enemigo en la guerra, sin preguntarse qué piensa Dios de esa guerra. Es fácil escribir en un estandarte “Dios está con nosotros”; muchos están ansiosos por asegurar que Dios esté con ellos, pero pocos se preocupan de comprobar si ellos están efectivamente con Dios. En la oración, es Dios quien debe convertirnos, y no nosotros convertir a Dios. Es la humildad. Voy a rezar pero Tú, Señor, convierte mi corazón para que pida lo que es conveniente, lo que sea mejor para mi salud espiritual.

Sin embargo, el escándalo permanece: cuando los hombres rezan con un corazón sincero, cuando piden bienes que corresponden al Reino de Dios, cuando una madre reza por su hijo enfermo, ¿por qué a veces parece que Dios no escucha? Para responder a esta pregunta, hay que meditar con calma los Evangelios. Los relatos de la vida de Jesús están llenos de oraciones: muchas personas heridas en el cuerpo y en el espíritu le piden que les cure; hay quienes rezan por un amigo que ya no camina; hay padres y madres que le llevan hijos e hijas enfermos... Son todas oraciones impregnadas de sufrimiento. Es un coro inmenso que invoca: “¡Ten piedad de nosotros!”.

Vemos que a veces la respuesta de Jesús es inmediata, mientras que en otros casos se difiere en el tiempo: parece que Dios no responde. Pensemos en la mujer cananea que suplica a Jesús por su hija: esa mujer debe insistir mucho tiempo para ser escuchada (cfr. Mt 15, 21-28). Hasta tiene la humildad de escuchar una palabra de Jesús que parece un poco ofensiva: no hay que tirar el pan a los perros, a los cachorros. Pero a esta mujer no le importa la humillación: se preocupa por la salud de su hija. Y prosigue: “Sí, hasta los cachorros comen lo que cae de la mesa”, y eso agradó a Jesús: el valor en la oración. O pensemos en el paralítico que llevan sus cuatro amigos: inicialmente Jesús perdona sus pecados y sólo después lo sana del cuerpo (cfr. Mc 2,1-12). Por tanto, en algunas ocasiones la solución del drama no es inmediata. También en nuestra vida, cada uno tiene esa experiencia. Tenemos algo de memoria: cuántas veces hemos pedido una gracia, un milagro, digámoslo así, y no ha pasado nada. Luego, con el tiempo, las cosas se arreglaron, pero según el modo de Dios, al modo divino, no según lo que queríamos en ese momento. El tiempo de Dios no es nuestro tiempo.

De este punto de vista, merece atención especial la curación de la hija de Jairo (cfr. Mc 5,21-33). Un padre corre desesperado: su hija está enferma y pide ayuda a Jesús. El Maestro acepta de inmediato, pero mientras van a casa ocurre otra curación, y luego llega la noticia de que la niña está muerta. Parece el final, pero Jesús le dice a su padre: “¡No temas, solo ten fe!” (Mc 5,36). “Continua teniendo fe”: porque la fe sostiene la oración. Y, de hecho, Jesús despertará a esa niña del sueño de la muerte. Pero por un tiempo, Jairo tuvo que caminar en la oscuridad, solo con la llama de la fe. ¡Señor, dame fe! ¡Que mi fe crezca! Pedir esta gracia, tener fe. Jesús, en el Evangelio, dice que la fe mueve montañas. Pero tener fe en serio. Jesús, ante la fe de sus pobres, de sus hombres, cae vencido, siente una ternura especial, ante esa fe. Y escucha.

Incluso la oración que Jesús dirige al Padre en Getsemaní parece no ser escuchada: “Padre, si es posible, aparta de mí lo que me espera”. Parece que el Padre no lo escuchó. El Hijo deberá beber el cáliz de la pasión hasta el fondo. Pero el Sábado Santo no es el capítulo final, porque al tercer día, que es el domingo, está la resurrección. El mal es señor del penúltimo día: recordadlo bien. El mal nunca es señor del último día, no: del penúltimo, el momento en que la noche es más oscura, justo antes del amanecer. Allí, en el penúltimo día, hay una tentación donde el mal nos quiere convencer de que ha ganado: “¿Has visto? ¡He ganado!”. El mal es el señor del penúltimo día: el último día es la resurrección. Pero el mal nunca es señor del último día: Dios es el señor del último día. Porque eso pertenece solo a Dios, y es el día en que se cumplirán todos los anhelos humanos de salvación. Aprendamos esta humilde paciencia de esperar la gracia del Señor, de esperar el último día. Muchas veces, el penúltimo día es muy malo, porque los sufrimientos humanos son malos. Pero el Señor está y el último día Él lo resuelve todo.

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