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sábado, 9 de julio de 2022

El día del Señor: domingo 15º del T.O. (C)

 

Con esta parábola el Señor nos explica que todos los que nos rodean son nuestros prójimos. Acompaño mis reflexiones.

Quien preguntó a Jesús, con ánimo de ponerlo a prueba, qué debía hacer para entrar en la vida eterna era un letrado, que ante la invitación de Jesús de que cumpliera lo que está escrito en la Ley, quiso entablar un diálogo erudito, no comprometido. "¿Y quién es mi prójimo?" El Señor no se dejó atrapar y tomando la pregunta al vuelo le expuso la soberbia parábola del Buen Samaritano que acabamos de oír.

¿Que, quien es tu prójimo? No sé su nombre, dice en esencia Jesús. Es aquel que está junto a ti con una necesidad en cualquiera de los caminos del Jericó de tu vida. El amor verdadero es todo ojos para descubrir las necesidades concretas del momento sin pasar de largo apelando a urgencias más importantes o justificándonos pensando que esas ayudas no resuelven los problemas de la Humanidad. Esa filantropía universal y vaga que descuida la realidad que tenemos a mano, no son un logro sino una tragedia. ¿No advertimos lo fácil que resulta solidarizarnos con los pobres y lo costoso que se nos hace solidarizarnos con la pobre de mi mujer, el pobre del marido, los hijos, los hermanos, los amigos...?

También nosotros, como este letrado, conocemos lo que Dios quiere. Somos gente instruida. Pero nos desentendemos de su Ley. Por eso el Maestro le respondió por dos veces: "Anda, haz tú lo mismo". "Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida". He aquí la cuestión: Haz eso. Y es que: del dicho al hecho hay mucho trecho, como dice el pueblo sencillo. Toda la fuerza se detiene muchas veces en las buenas palabras. Éstas surgen a borbotones, como la lava de un volcán en erupción, al denunciar las deficiencias ajenas. Nos sobran recursos para hacerle un sermón a los hijos, la mujer, el marido..., los otros. En cambio, todo son atenuantes para nuestra conducta, tan lastrada también por las mismas escorias morales. No basta con saber lo que hay que hacer, es preciso realizarlo en todo momento. "Haz eso y vivirás".

Posiblemente, el sacerdote y el levita de esta extraordinaria enseñanza de Cristo no vieron en su camino sino un cuerpo ensangrentado y maltrecho. ¡Cuántas veces en nuestro trato con los demás, en la vida del hogar, con los amigos y compañeros de profesión, nuestra mirada se detiene tan sólo en los defectos, esas heridas que los enemigos de nuestra alma nos infirieron! El Buen Samaritano nos recordará la obligación de mirar a los demás como los ve el Señor, con cariño, descubriendo lo que hay por debajo de esas heridas del carácter, del temperamento y de la vida: un ser humano, un hermano, un hijo de Dios.

"En aquel tiempo, se levantó un maestro de la Ley, y para poner a prueba a Jesús, le preguntó: «Maestro, ¿que he de hacer para tener en herencia la vida eterna?». Él le dijo: «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo lees?». Respondió: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo». Díjole entonces: «Bien has respondido. Haz eso y vivirás». Pero él, queriendo justificarse, dijo a Jesús: «Y ¿quién es mi prójimo?». Jesús respondió: «Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, que, después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto. Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un rodeo. Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión; y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y dijo: ‘Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva’. ¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?». Él dijo: «El que practicó la misericordia con él». Díjole Jesús: «Vete y haz tú lo mismo»” (Lucas 10,25-37).

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