El Evangelio de la Misa (1) relata cómo el Señor se alejó en una barca, Él solo, hacia un lugar desierto. Pero muchos se enteraron y le siguieron a pie desde las ciudades. Al desembarcar vio a esta multitud que le busca y se llenó de compasión por ella y curó a los enfermos. Los sana sin que se lo pidan, porque, para muchos llegar hasta allí llevando incluso enfermos impedidos, ya era suficiente petición y expresión de una fe grande. San Marcos (2) señala, a propósito de este pasaje, que Jesús se detuvo largamente enseñando a esta multitud que le sigue, porque andaban como ovejas sin pastor, de tal manera que se hizo muy tarde.
Se le pasa el tiempo al Señor con aquellas gentes, y los discípulos, no sin cierta inquietud, se sienten movidos a intervenir, porque la hora es avanzada y el lugar desierto: despide a la gente para que vayan a las aldeas a comprarse alimentos, le dicen. Y Jesús les sorprende con su respuesta: No tienen necesidad de ir, dadles vosotros de comer. Y obedecen los Apóstoles; hacen lo que pueden: encuentran cinco panes y dos peces. Es de notar que eran como unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños. Jesús realizará un portentoso milagro con estos pocos panes y peces, y con la obediencia de quienes le siguen.
Después de mandar que se acomodaran en la hierba, Jesús, tomando los cinco panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo, recitó la bendición, partió los panes y los dio a los discípulos, y los discípulos a la gente. Comieron todos hasta que quedaron satisfechos. El Señor cuida de los suyos, de quienes le siguen, también en las necesidades materiales cuando es necesario, pero busca nuestra colaboración, que es siempre pobre y pequeña. “Si le ayudas, aunque sea con una nadería, como hicieron los Apóstoles, Él está dispuesto a obrar milagros, a multiplicar los panes, a cambiar las voluntades, a dar luz a las inteligencias más oscuras, a hacer -con una gracia extraordinaria- que sean capaces de rectitud los que nunca lo han sido. Todo esto... y más, si le ayudas con lo que tengas” (3).
Jesús ve el hambre de todos los hombres de todos los tiempos en aquel gentío que se agolpa a su alrededor. Hambre de una plenitud que en esta vida no puede ser satisfecha. Hambre de Dios, aunque no lo sepan. Y se apresura a calmarla ofreciendo un alimento que, además de saciar, resulta sobrante: doce cestos llenos. ¿Es necesario recordar que en esta vida no hay campos ni fuentes que puedan calmar el hambre y apagar la sed de infinito que toda criatura siente? Sólo en Dios encontramos la plenitud que el corazón humano anhela. Una plenitud desbordante.
El milagro de aquella tarde junto al lago manifestó el poder y el amor de Jesús a los hombres. Poder y amor que harán posible también que encontremos el Cuerpo de Cristo bajo las especies sacramentales, para alimentar, a todo lo largo de la historia, a las multitudes de los fieles que acuden a Él hambrientas y necesitadas de consuelo. Como expresó Santo Tomás en la secuencia que compuso para la Misa del Corpus Christi: Sumit unus, sumunt mille... «Lo tome uno o lo tomen mil, lo mismo tomen éste que aquél, no se agota por tomarlo...».
«El milagro adquiere así todo su significado, sin perder nada de su realidad. Es grande en sí mismo, pero resulta aún mayor por lo que promete: evoca la imagen del buen pastor que alimenta a su rebaño. Se diría que es como un ensayo de un orden nuevo. Multitudes inmensas vendrán a tomar parte del festín eucarístico, en el que serán alimentadas de manera mucho más milagrosa, con un manjar infinitamente superior» (4).
Esta multitud que acude al Señor me recuerda a ese millón y medio de jóvenes que dentro de veinte días se encontrarán con el Papa en Madrid. La JMJ tendrá su zenit en la Eucaristía multitudinaria presidida por el Vicario de Cristo en Cuatro Vientos. Me parece oportuno recordar unas palabras de Benedicto XVI convocando a todos los jóvenes del mundo a este encuentro.
Queridos amigos: Pienso con frecuencia en la Jornada Mundial de la Juventud de Sydney, en el 2008. Allí vivimos una gran fiesta de la fe, en la que el Espíritu de Dios actuó con fuerza, creando una intensa comunión entre los participantes, venidos de todas las partes del mundo. Aquel encuentro, como los precedentes, ha dado frutos abundantes en la vida de muchos jóvenes y de toda la Iglesia. Nuestra mirada se dirige ahora a la próxima Jornada Mundial de la Juventud, que tendrá lugar en Madrid, en el mes de agosto de 2011. Ya en 1989, algunos meses antes de la histórica caída del Muro de Berlín, la peregrinación de los jóvenes hizo un alto en España, en Santiago de Compostela. Ahora, en un momento en que Europa tiene que volver a encontrar sus raíces cristianas, hemos fijado nuestro encuentro en Madrid, con el lema: «Arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe» (cf. Col 2, 7). Os invito a este evento tan importante para la Iglesia en Europa y para la Iglesia universal. Además, quisiera que todos los jóvenes, tanto los que comparten nuestra fe, como los que vacilan, dudan o no creen, puedan vivir esta experiencia, que puede ser decisiva para la vida: la experiencia del Señor Jesús resucitado y vivo, y de su amor por cada uno de nosotros (5).
Juan Ramón Domínguez
(1) Mt 14, 13-2
(2) Mc 6, 33-44
(3) San Josemaría Escrivá, Forja, n. 675
(4) M. J. Indart, Jesús en su mundo, Herder, Barcelona 1963, p. 265
(5) Mensaje de Benedicto XVI para la JMJ2011
(2) Mc 6, 33-44
(3) San Josemaría Escrivá, Forja, n. 675
(4) M. J. Indart, Jesús en su mundo, Herder, Barcelona 1963, p. 265
(5) Mensaje de Benedicto XVI para la JMJ2011
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