“El Señor sana los corazones destrozados, venda sus heridas”. Cristo es el remedio de nuestros males. Debemos acercarnos a Él y acercar a aquellas personas allegadas a nosotros como se nos dice el Evangelio de hoy: “Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos de diversos males y expulsó muchos demonios”.
Quien es consciente de que “nadie es bueno, sino uno, Dios” (Mc 10, 18), se acercará al Sacramento de la Penitencia y animará a que se acerquen quienes están a su lado: mis hijos, mis familiares, mis amigos..., porque “gracias a la medicina de la Confesión Sacramental la experiencia del pecado no degenera en desesperación” (S. Agustín, Com S. 102).
En ocasiones, las frecuentes capitulaciones en materia de sensualidad y amor propio o la falta de constancia en las prácticas de piedad, provocan una reacción despechada que se traduce en un “yo, para hacer las cosas así, mejor no las hago, medianías, no”. S. Tomás de Aquino decía que “es mejor andar el camino aunque sea cojeando, que caminar rápidamente fuera de él. Porque quien va cojeando por el camino aunque adelante poco, se va acercando al término; pero el que anda fuera de él, cuanto más corre tanto más se aleja de la meta” (Sobre Ev. S. Juan, 14, 2).
El desaliento, cuando invade el interior del hombre -como la humedad el muro y las paredes-, estropea todo intento de mejora. Es como enlucir y volver a reparar los desconchados, pintar y volver a pintar. La humedad no tarda en crear nuevas bolsas en la pared que irán arrancando la pintura. Si no se sanea el muro o las paredes, toda reparación será una pérdida de tiempo y de dinero. Hay que ir a la causa del desánimo. Hay que sanear el alma con las aguas de ese “segundo Bautismo”, como llaman los Padres de la Iglesia al Sacramento de la Reconciliación, que barre la suciedad acumulada en el corazón y nos devuelve la vida divina.
“El Señor sana los corazones destrozados, venda sus heridas”. Cristo es quien puede sanear el fondo del alma a través de los Sacramentos, particularmente con la Confesión y la Eucaristía. Sin los Sacramentos no hay verdadera vida cristiana. “La confesión sacramental, dice San Josemaría Escrivá, no es un diálogo humano, sino un coloquio divino; es un tribunal de segura y divina justicia y, sobre todo, de misericordia, con un juez amoroso que no desea la muerte del pecador, sino que se convierta y viva” (cf. Ez 33, 11)
Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
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