Queridísimos hermanos y hermanas. Queridísimos ordenandos.
Hace pocos días he vuelto a leer unas palabras de San Josemaría; hablaba
de la misión de la Obra de Dios en el mundo y nos decía: estamos en un camino divino, en el que hemos de seguir las huellas de Jesucristo,
llevando nuestra propia cruz, ¡la Santa Cruz!: y espera Dios Nuestro
Señor que nos esforcemos generosamente, que nos sintamos dichosísimos,
cooperando con sacrificio a que la Obra se realice[1].
Muy apropiadas son estas consideraciones para quienes, dentro de pocos
momentos, van a recibir el Sacramento del sacerdocio, y pienso que
también lo son para todos los católicos con respecto a nuestro común
servir a la Iglesia Santa. Como afirmaba el Fundador del Opus Dei, la
Prelatura es una partecica de la Iglesia y si no es para servirla –añadía terminantemente- ¡que se destruya!
En este domingo, día del Señor, sabiéndonos cada uno miembros del Cuerpo Místico de Jesucristo, demos
gracias a Dios por la ordenación presbiteral de estos tres hermanos
nuestros y, a la vez roguemos fervientemente a la Trinidad Santísima que
despierte en cada una y en cada uno de los que aquí nos encontramos, en
este Santuario de la Virgen, un hondo y eficaz sentido del alma
sacerdotal, que a todos se nos ha infundido por el sacramento del
bautismo.
Ponderemos que somos portadores de Cristo; y esta responsabilidad santa,
porque Dios ha querido contar con nosotros, nos debe empujar a tratar
más de cerca a Jesucristo,
a conocerle con más intimidad y a darle a conocer. Nada más lejano a
tal confianza que el Cielo nos muestra, que una actitud pasiva o de
desentendimiento. Hemos de esforzarnos a diario para dejar más espacio a
Dios en nuestras almas –diría que ese espacio debe ser total-, para
ponernos en condiciones de transmitir al mundo, y más concretamente a
nuestros parientes, a nuestros colegas de trabajo, a nuestras amistades,
la incomparable alegría de nuestra condición de hijos de Dios; y
también para que, por Él -por Cristo-, con Él y en Él –como rezamos en
la doxología final de la Plegaria eucarística- nos afanemos en
transformar en tarea divina los diferentes quehaceres que nos ocupan.
Jesucristo pidió a los doce Apóstoles: id por todo el mundo y predicad el Evangelio[2].
Es una exhortación que también nos dirige a nosotros, ninguno
excluido; una tarea que podemos llevar a cabo –no es difícil, pero exige
lucha- con una conducta coherente con la Gracia que de continuo Dios
nos infunde. No lo dudemos, si actuamos así, si damos testimonio
de nuestra fe, sin respetos humanos, no pocas personas nos preguntarán
sobre el motivo de nuestra actitud o se sentirán interpeladas, y
encontraremos tantas oportunidades de dar razón de nuestra esperanza, de
transmitir el tesoro de la fe. Como ya sabemos, el Papa Benedicto XVI ha convocado el Año de la Fe, con la Carta Apostólica Porta fidei,
no solamente para nuestro beneficio personal, sino para que descubramos
o recordemos a la gente el gozo de que todos somos hijos de Dios, y de
que a todos nos llama a su amistad. Así se expresaba en ese documento,
recogiendo unas palabras pronunciadas en la homilía de su inicio del
Pontificado: La Iglesia en su conjunto, y en ésta sus pastores, como
Cristo, han de ponerse en camino para rescatar a los hombres del
desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo
de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud[3].
Muy a propósito viene el texto de Evangelio de San Juan, apenas proclamado. Jesucristo
nos dice que Él es el buen Pastor y que ha dado su vida por sus ovejas.
San Josemaría, con mucha frecuencia, comentaba estas palabras que el
Maestro dedicó al buen Pastor. Se dirigía a los fieles del Opus Dei,
pero no excluía a los demás católicos, ciudadanos iguales a los miembros
de la Prelatura. Puntualizaba que todos, en la Iglesia, somos oveja y
pastor, y con esta afirmación quería señalar que, al ser los bautizados
continuadores en el tiempo de la misión de Jesucristo,
a todos nos compete –de acuerdo con el sacerdocio ministerial o con el
sacerdocio común de los fieles- ser servidores de los demás, dando
ejemplo con nuestra conducta y con nuestra formación doctrinal. Porque
si leemos habitualmente y con piedad los Evangelios, si los hacemos vida
de nuestra propia vida, nos propondremos prestar con generosidad ayuda
espiritual, también la humana a nuestro alcance, a quienes con nosotros
conviven; conscientes a la vez de que –por la Comunión de los santos-,
desde donde nos encontremos, podemos enviar sangre arterial –ayuda espiritual proveniente de la Sangre vivificadora de Cristo- a toda la humanidad.
Lo que acabo de comentar no ha de quedarse en una simple ilusión, en un
fuego de bengala, que brilla por un momento y desaparece sin dejar
rastro. El Papa Benedicto XVI repite sin cansancio que Dios quiere servirse de los santos, para propagar la fuerza salvadora que Jesucristo,
enviado por su Padre, ha traído a la humanidad de todos los tiempos, la
Buena Nueva que siempre será actual y eficaz. Por tanto, si cada una y
cada uno de nosotros se esfuerza en caminar lealmente con el Maestro,
seremos buenos pastores y saldremos, con continua y entera
disponibilidad, en busca de las almas, persuadidos de la trascendencia
de nuestra vida cristiana, ya que, como no dejaba de repetir San
Josemaría, cuando la siembra es de santidad, nada se pierde[4].
Deseo ahora dirigirme a vosotros tres, hijos queridísimos, escogidos por Jesucristo
para ser continuadores en el tiempo de su único Sacerdocio. Habéis
respondido libremente a esa llamada y, para que descubráis a diario la
urgencia de este compromiso, se hace muy necesaria vuestra constancia
para ser muy humildes, pidiendo también esta virtud para todos los sacerdotes y seminaristas del mundo, teniendo muy presente que el Sumo Sacerdote, Jesucristo, ha venido a esta tierra nuestra para servir, y no para ser servido. Recordad su invitación clara, terminante: discite a me…, aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón[5].
Os sugiero que miréis a diario, con repetida frecuencia y con devoción,
al Crucifijo –el libro en que está toda ciencia, afirmaba Santo Tomás
de Aquino-, porque hemos de ir adelante por la misma senda de abnegación
total que Cristo recorrió. Al entregaros la hostia sobre la patena y el
cáliz, escucharéis: recibe la ofrenda del pueblo santo para
presentarla a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras,
y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor. No decaigamos en dar cumplimiento a esta propuesta
El Santo Padre, Benedicto XVI, en su carta para convocar un año sacerdotal nos escribió: “El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”,
repetía con frecuencia el Santo Cura de Ars. Esta conmovedora expresión
nos da pie para reconocer con devoción y admiración el inmenso don que
suponen los sacerdotes,
no sólo para la Iglesia, sino también para la humanidad misma. Tengo
presente a todos los presbíteros que con humildad repiten cada día las
palabras y los gestos de Cristo a los fieles cristianos y al mundo
entero, identificándose con sus pensamientos, deseos y sentimientos… Y más adelante apuntaba el Papa: Todos los sacerdotes hemos de considerar como dirigidas a nosotros aquellas palabras que él -san Juan María Vianney- ponía
en boca de Jesús: “encargaré a mis ministros que anuncien a los
pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia
es siempre infinita”[6].
Os pido que meditéis estas ideas, y que releáis esa carta, que tanto
bien hará a vuestra alma y os ayudará a ejercer muy rectamente vuestro
ministerio, al servir con el sacramento de la penitencia a cuantos se
acerquen a vuestro confesonario.
Al imponeros las manos para trasmitiros el don del sacerdocio de Cristo, el coro y el pueblo entonarán el himno Veni Creator.
Acudid al Paráclito con honda piedad, para que se grabe en vuestra alma
que con este sacramento vais a ser, de un modo especial, otro Cristo, y como añadía San Josemaría: el mismo Cristo;
no supone esta afirmación una osadía temeraria, porque leemos en los
Evangelios, no pocas veces y de diferentes maneras, las precisiones del
Maestro: “quien a vosotros oye, a mí me oye”, “haced esto en memoria mía”, “id en mi nombre”.
Deseo añadiros que, en la Santa Misa, vais a ser el mismo Cristo, y que
seréis ministros para distribuir al pueblo de Dios el Cuerpo y la
Sangre del Unigénito, además de que en el sacramento de la Penitencia el
Señor se servirá de vosotros, siendo Él mismo el que perdona, para
lavar las almas de sus pecados.
Quiero rogaros también que tengáis muy presente que “no hay Iglesia sin
Eucaristía, y no hay Eucaristía sin la Iglesia”. Vosotros, a partir de
este día, pasáis a ser de manera primordial guardianes fieles de este
don inefable, en el que el mismo Jesucristo
hace sacramentalmente presente el Sacrificio de la Cruz, y se queda
oculto en los tabernáculos del mundo, esperando ciertamente que le
acompañemos todos y muy concretamente sus sacerdotes.
Cuidad celosamente la liturgia, sin acostumbraros jamás a celebrar las
funciones del altar, y de modo especialísimo la Santa Misa. Celebradla
con piedad y recogimiento: no se trata de hacer espectáculo, pero no
olvidemos que el pueblo mira y aprende del culto que los ministros de
Dios tributamos al Señor. Pedídselo de modo expreso a nuestro Padre, que
hasta el final de su vida se esmeró en crecer en piedad desde que
comenzaba el Santo Sacrificio hasta el ite, Missa est. Ponderad muchas veces aquel grito de un obispo santo, del que nuestro Padre se hizo eco en Camino: ¡tratádmelo bien![7].
No olvidéis, hijos queridísimos, que recibís la ordenación sacerdotal
para servir a la Iglesia, a todas las almas, y más directamente a las
mujeres y los hombres de la Prelatura, en la que los sacerdotes
y los laicos componemos una unidad orgánica que no puede desgajarse,
porque se destruiría el camino de santidad personal que Dios nos pide, y
también la eficacia apostólica del Opus Dei, en el mundo entero, al
servicio de la Iglesia santa.
Sed siempre muy leales al Romano Pontífice, sea quien sea; amad a todos
los obispos, sucesores de los Apóstoles, y a vuestro Ordinario, el
obispo y prelado del Opus Dei; quered a los sacerdotes
de cada diócesis; y rogad con constancia al Señor que envíe muchos
operarios a la Obra y a toda su mies: numerosos seminaristas decididos a
buscar la santidad y también vocaciones a la vida consagrada.
Pensando en cómo San Josemaría quiso -y ahora desde el Cielo quiere- a
los padres y hermanos de sus hijas e hijos, felicito de todo corazón a
los que componéis la familia de cada uno de los tres nuevos sacerdotes.
Dad gracias a la Trinidad Santísima, apoyados en la intercesión de la
Virgen, nuestra Señora de los Ángeles, para que proteja a estos hijos en
su nueva etapa de servicio a la Iglesia y a las almas.
En este templo todo nos habla del amor de Dios y de su Madre a cada una y
a cada uno de nosotros: el Sagrario con Jesús Sacramentado que
contemplamos en el óculo del retablo, las escenas de la vida del Señor y
de Santa María, la imagen de la Virgen de Torreciudad, el digno y
amplio presbiterio con la estatua adorante del Fundador del Opus Dei,
y hasta las mismas paredes de ladrillo. Cada elemento es una invitación a
que pensemos que todos somos templo de Dios y, recogiendo la idea de
San Josemaría apuntada en Camino, del mismo modo que los grandes
edificios -este Santuario también-, se han levantado ladrillo a
ladrillo, consideremos que cada detalle de nuestra vida puede y debe ser
un continuo adorar a Dios Nuestro Señor.
No puedo concluir sin rogaros a todos que, a diario, salga de nuestras
almas una oración fervorosa, acompañada de generosos sacrificios, por la
persona e intenciones del Papa, por los obispos -por mi hermano el
obispo de Barbastro-, por los sacerdotes, y por esta humanidad de la que formamos parte.
Sea alabado Jesucristo.
[1] San Josemaría, Carta 11-III-1940.
[2] Mc 16, 15.
[3] Benedicto XVI, Homilía en la Misa de inicio de Pontificado, 24-IV-2005.
[4] Cfr. Camino, 651.
[5] Mt, 11, 29.
[6] Benedicto XVI, Carta para la convocación de un año sacerdotal, 16-VI-2009.
[7] Cfr. Camino, 531.
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